El mes pasado fallecía en Berlín uno de los pensadores más lúcidos de este tiempo, el sociólogo alemán Ulrich Beck. Un intelectual bien conocido por sus tesis sobre la sociedad de los riesgos y por lo que él denominaba globalismo para referirse al movimiento globalizador que hoy nos invade desde diferentes dimensiones.
En efecto, uno de los fenómenos más interesantes de principios de siglo, junto a la psicosis de seguridad que nos invade, es la nueva forma de expresión ideológica que ha adoptado la nueva izquierda. Me refiero, claro está, al movimiento antiglobalizador al que se ha apuntado la nueva izquierda populista y demagógica que hoy crece como la espuma. Vaya por delante que no soy defensor radical del globalismo, ni tampoco su mortal enemigo. Es más, pienso que la globalización en sí misma es una realidad con la que debemos trabajar y de la que hemos de conseguir que contribuya a la mejora de las condiciones de vida de las personas.
Sin embargo, todavía estamos está muy presente, más de lo que nos imaginamos, el pensamiento ideologizado, esa manera que concebir la realidad, y la solución a sus problemas, desde una perspectiva cerrada, dogmática y unilateral. Así, para algunos, la globalización debe ser estigmatizada como la madre de todos los males que aquejan al hombre. ¿Por qué? Sencillamente, porque quienes así plantean las cuestiones, no son capaces de concebir que haya otro modo de proceder en el pensamiento que no sea el suyo propio. Puede ser, claro es, en un sentido, o en el otro. ¿Por qué a veces sólo se utiliza el concepto “pensamiento único” en una dirección? Me parece que debido a un pretendido complejo de superioridad moral de quienes militan en el partido de los que se consideran los únicos defensores del hombre.
En fin, liberarse del pensamiento bipolar e ideologizado que tanto pánico tiene a la libertad es una tarea difícil pero necesaria. Para ello, es menester superar la modernidad y comenzar a reinterpretar el pensamiento político. Pero superar la modernidad no puede significar rechazarla. Significa, me parece, rechazar lo que de la modernidad se ha mostrado insuficiente, estrecho o caduco. Si es verdad que nunca probablemente se han producido barbaries mayores que las alimentadas por la modernidad, es también incontestable que ha enriquecido como pocas épocas históricas conceptos tan centrales como democracia, libertad, derecho, dignidad humana, justicia o igualdad, por ejemplo.
La modernidad, en cierta medida, ha estado demasiado pendiente de los corsés impuestos por las ideologías cerradas que, por poner un ejemplo, sólo podían entender la libertad como libertad para la clase universal proletaria, libertad para el individuo solo, o libertad para la nación, según partamos de principios socialistas, liberales o fascistas.
Hoy, sin embargo, la realidad es más compleja, dinámica y abierta. Por eso, certificando el ocaso de las ideologías cerradas, bienvenidas sean las ideas que, sin miedo a los prejuicios, nos ayudan a la mejora de la vida de las personas. Y, entre ellas, una idea que me parece atinada es la que se refiere a la libertad solidaria, que, en mi opinión supera a la libertad totalitaria a la que alude BECK en su último libro, al individualismo insolidario y, por qué no, a las versiones estáticas de la igualdad. Hoy, sin embargo, precisamente por estos lares reaparece el pensamiento ideológico y radical al asalto del poder con el fin de imponer, tarde o temprano, un modelo fracasado en otros tiempos y lugares y que hoy parece, por culpa de los excesos de unos y otros, nuevo. Y, sin embargo, es tan viejo como el resentimiento o la confrontación. No nos engañemos.
Jaime Rodríguez-Arana