En la política democrática, la capacidad de entendimiento, de búsqueda de acuerdos, de acercamiento posiciones, constituye, qué duda cabe,  una buena tarjeta de presentación. Sin embargo, con frecuencia la apelación a un diálogo que se convierte en fin encubre la incapacidad o la imposibilidad deliberada o no, de solucionar real y seriamente los problemas planteados. En tantas ocasiones no es más que señal de comodidad, de temor a los principios. En efecto, a veces, ahora lo estamos experimentando, se renuncia a principios o a convicciones en nombre de un consenso que se idealiza con tal de que la posición, la propia poltrona en la mayoría de los casos, permanezca intacta en elpeor de los casos.
 
Probablemente, uno de las más graves enfermedades que aqueja a nuestras democracias en Occidente reside en que con frecuencia se juega demasiado con las palabras en una exaltación de las formas que esconde un profundo desprecio a los grandes conceptos que permitieron liberar a tantos europeos del  yugo del Antiguo Régimen. Junto a esta permanente desnaturalización de los conceptos, que se interpretan al servicio  de lo que más convenga, no siempre a favor del bienestar general e integral de las personas, nos encontramos con que la apertura de diálogos o de mesas de concertación se utilizan para dilatar las soluciones, manteniendo al pueblo expectante en un ejercicio de equilibrismo que mantiene la inactividad y, por tanto, los problemas sin resolver. En otras palabras, hay dirigentes que piensan que lo importante es mantenerse en el puente de mando al precio que sea, aunque para ello deban sacrificarse principios que afectan a la dignidad del ser humano, del que va a ser, del que es con limitaciones o del que está a punto de dejar de ser.
 
El diálogo, el entendimiento es, sin embargo, una gran herramienta, un instrumento político de primer orden que cuándo se utiliza legítimamente proporciona relevantes réditos de todo orden. Se trata, en estos casos, de explorar posibilidades de acuerdo, de colocar en el centro de la deliberación la dimensión humana del problema y así aproximar  posiciones. Sin embargo, cuándo se trata, como se suele decir vulgarmente, sólo de marear la perdiz, de ganar tiempo, entonces los problemas en lugar de resolverse, se enquistan, cristalizan, se complican, y a veces se hace imposible su resolución.
 
En efecto, el derecho a la vida, primero y principal de todos los derechos, debe ser protegido desde su inicio hasta su término. Nadie está por encima del Derecho y por eso nadie puede decidir si tal o cual embrión alcanzará o no a la condición de persona. Si se permite que el derecho a la vida quede al albur o al criterio de una persona o de un grupo, entonces se quiebra la protección de que deben disfrutar los más débiles e indefensos de los seres humanos, que son aquellos que están en proceso de ser y aquellas mujeres que por cualquier razón tengan problemas económicos o sociales para llevar a buen término su embarazo.
 
El consenso y el acuerdo, en un Estado de Derecho, deben apoyarse en la dignidad del ser humano. No al revés, porque la dignidad del ser humano no depende del consenso: es  un prius de la democracia. ¿O es que los derechos de la persona, aquellos que derivan de su condición humana, los otorga el Estado o los políticos?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia de Derecho Comparado de La Haya.