La profunda crisis que recorre el planeta está minando, y de qué manera, los fundamentos de un sistema político llamado democracia  que consiste, esencialmente, en el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo.
En efecto, en términos generales los gobiernos, sobre todo dónde más daño hace la crisis económica y financiera, están dando la espalda a los ciudadanos provocando, en nombre de la estabilidad financiera y de la seguridad pública y con polémicas políticas públicas, un preocupante notable distanciamiento con el pueblo. Crece la indignación entre las personas corrientes y molientes, como se dice coloquialmente, mientras algunos de los causantes del desaguisado continuando lucrándose sin rubor y sin vergüenza. Mientras,  la codicia domina a una minoría que cada vez es más rica y opulenta, la mayoría empieza a sufrir en sus carnes situaciones inéditas por duras y vejatorias.
En la etiología de lo que está pasando hay unas instituciones que se llevan la palma. Los bancos, no todos por supuesto,  han cedido a una suerte de actividad crediticia desenfrenada en la que no pocos dirigentes han hecho su agosto mientras la población, ciega ante la posibilidad de la escalada social y financiera, caía presa del consumismo insolidario. Algunos gobiernos, no pocos, y algunos entes reguladores, no pocos, escribamos que no fueron muy diligentes en el desempeño de las funciones de prevención y supervisión o vigilancia  de su competencia.
En este contexto, mientras duró la euforia y se vivía muy por encima de las posibilidades reales, la calidad de la democracia y el ejercicio de las libertades, como no fuera la económica, apenas preocuparon a millones y millones de personas, más centradas en cómo conseguir un coche de alta gama o un crucero a buen precio que en reclamar mayores cotas de  libertad de expresión, o mayores garantías para el derecho a la vida. Incluso la participación ciudadana perdió muchos enteros ante la eclosión, por excesiva, de una suerte de participación taumatúrgica que terminó por asentar una desafección ahora preocupante. La transparencia se tornó en información interesada. Las terminales tecnoestructurales de las estadísticas oficiales se pronunciaban en una única dirección: la deseada por los nuevos gobernantes que, de forma invisible, dictan a gobiernos y corporaciones en cada momento lo que interesa o conviene a sus intereses.
Sin embargo, este gran sueño inducido por el tecnosistema se terminó. Por un lado, la caja pública fue esquilmada al servicio de lo particular, llámese clientelismo o partidismo. Por otro, el recurso a la deuda, pública y privada, inducida desde las terminales de los poderes financieros, ha puesto a merced de los nuevos mercaderes a toda una civilización inerme ante tanta arbitrariedad.
Mientras tanto, la necesaria recuperación de los valores y hábitos democráticos sigue siendo la gran cenicienta. Los partidos no se atreven a reformarse en profundidad a pesar del descrédito creciente en que viven en este tiempo. Ni listas abiertas, ni mayores dosis de pluralismo político, ni transparencia ni, por supuesto, mayor sensibilidad social. Todo lo más, apelaciones generales a la responsabilidad mientras se castiga con ocasión y sin ella a los más desfavorecidos, cuyas condiciones de vida empiezan a adquirir tintes preocupantes.
Las reformas que ven la luz solo atienden al desarrollo económico, al crecimiento económico. Como si tal desiderátum fuera a venir por arte de magia de no se sabe que fórmulas técnicas diseñadas en un laboratorio de expertos. Sin embargo,  la clave está en pensar más y mejor en las personas, en la necesidad de facilitar el derecho al trabajo, en la implementación de medidas sociales que ayuden a los más necesitados. Qué pena trabajar sólo para que podamos pagar unos intereses a unos prestamistas que se han aprovechado, de qué manera, de la buena voluntad de tantos millones de ciudadanos. Desde luego, si Adenauer, Schuman o De Gasperi contemplaran hasta dónde hemos llegado, entonarían al unísono, Europa no es esto, no es esto.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es