Estos días hemos conocido a través de los medios de comunicación que existe voluntad política para que los partidos sean sujetos obligados a la ley de transparencia. Igualmente deberían serlo los sindicatos, el poder legislativo, el poder judicial, la casa del Rey y, por supuesto, los concesionarios y adjudicatarios de servicios públicos así como todas las personas jurídicas privadas que realizan actividades de interés general. También, por qué no, los medios de comunicación, que tantas veces ayudan a conocer asuntos y cuestiones que tanto contribuyen a la formación de una opinión pública libre y plural.
Es verdad que hasta no hace mucho la posibilidad de que los partidos se sometieran a la ley de transparencia era remota. Ni lo contemplaban ni se daban por aludidos. Ahora, quizás como consecuencia de la presión ciudadana, no tienen más remedio que facilitar el acceso a la información de la ciudadanía. Un acceso a la información que debiera abarcar a la forma en que se adjudican los contratos, a los criterios seguidos para seleccionar personal, a la ejecución del presupuesto, a la forma en que se garantiza la democracia al interior de estas formaciones.
El artículo 6 de la Constitución apela a la democracia en la organización y funcionamiento de los partidos. Algo que sabemos la intensidad que tiene. Por eso, estas estructuras se han ido convirtiendo, unas más que otras, en organizaciones orientadas al servicio de los deseos del líder y sus afines. Unos deseos que ordinariamente se dirigen a la conservación del poder a como dé lugar. De ahí que propuestas como listas abiertas, elección directa de los cargos directivos, elección de los candidatos a electos, o, por ejemplo, rendición de cuentas periódica a la militancia, sean prácticas que brillan por su ausencia. Del mismo modo, es incompatible con esta forma de proceder que la militancia participe realmente en la conformación de los idearios. No digamos cuándo la cúpula decide seguir criterios u orientaciones que en poco o en nada tienen que ver con las ideas centrales del partido que dirigen.
Muchas cosas van a cambiar acerca de la política en este tiempo. Es lógico porque la gente empieza a sospechar, con razón, que está siendo utilizada para luchas y disputas por el poder. Buena prueba de ello son las informaciones sobre los espionajes, chantajes, mentiras, engaños y demás tropelías de estos días. Si quienes están en el vértice no son capaces de ceder el paso a otros, si quienes dirigen pretenden perpetuarse en el poder, entonces los cambios que precisamos tardarán más en llegar, pero llegarán. No puede ser que la adicción al mando y a la poltrona impida las transformaciones que se precisan en todos los órdenes. En el político, en el económico y en el social.
La ciudadanía empieza a cansarse de esta situación. Empieza a tomar conciencia de que con sus sacrificios se siguen manteniendo estructuras innecesarias para acomodar a personas a las que se deben agradecer los servicios prestados. El pueblo, poco a poco, irá reclamado el poder, también en los partidos. Unas instituciones que se han adueñado de la representación, que han sido compradas por dirigentes sin escrúpulos y que, tras más de treinta y cuatro años de desarrollo constitucional, están produciendo a la democracia española un durísimo castigo. Partidos, sí, por supuesto, pero democráticos y al servicio de los militantes, no como fines en sí mismos. Sí, como instrumentos al servicio del pueblo, no al servicio de la perpetuación de unas castas políticas que tienen sus días contados. ¿O no?.
Jaime Rodriguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es