La democracia es, según formulación generalmente aceptada, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En la democracia representativa el pueblo elije a sus representantes para que resuelvan los problemas colectivos con arreglo a los criterios que los propios ciudadanos indican a sus electos. Y para atender adecuadamente los asuntos del espacio público, los asuntos que afectan a la colectividad, es menester que los representantes conozcan muy bien la realidad sobre la que han de trabajar. Los electos están a disposición de los ciudadanos, no al revés. Tampoco son de propiedad de los dirigentes, por más que éstos así lo consideren y actúen en consecuencia.
La democracia inglesa, una de las más viejas del mundo, rechazó no hace mucho un cambio en el sistema electoral. El pueblo, sabiamente, decidió continuar con el sistema  mayoritario porque sabe que el diputado que los representa, sea del partido que sea, si quiere permanecer debe atenderles convenientemente. Hace unos días un buen amigo inglés que vota ordinariamente laborista tuvo que acudir  a su member of parliament ,  así les llaman, para solicitar la resolución de un problema colectivo. El diputado era conservador y en diez días resolvió el problema a través de otro member of parliament, en este caso del labour party. En España, como los diputados no son del pueblo, sino de la propiedad y titularidad de los jefes del partido, esto sería, salvo cambios de mentalidad insospechados en este momento, imposible.
Es decir, en la real realidad  los representantes, los dirigentes de los partidos políticos sobre todo, en lugar de dedicarse a intentar resolver los problemas planteados en el marco del interés general de acuerdo con los principios y criterios que presiden la opción por la que han sido electos, se transforman, de mandados en mandantes.  Los partidos, en lugar de ser instrumentos, como dice por ejemplo la Constitución española en su artículo 6, se transforman en dueños y señores del sistema. Mejor dicho, los miembros de la cúpula se convierten en los auténticos soberanos, siendo los diputados una especie de súbditos cuyo mantenimiento del escaño depende, no tanto de lo que hagan en beneficio de los electores, sino del grado de docilidad, de servilismo muchas veces, que ofrezcan a sus señoritos.
En este contexto, se entiende perfectamente que los diputados ingleses tengan obligación, al menos una vez a la semana, de estar disponibles para sus electores. Aquí, por el contrario, no sólo no existe esa obligación, sino que hasta es posible, yo conozco algunos casos, que si un diputado se dedica realmente a atender a sus ciudadanos sea penalizado por la tecnoestructura a causa de no atender convenientemente los deseos del mando.
A veces, hasta es posible que las minorías dirigentes de los partidos impongan, en contra de las bases, sus propias ideas, con el único fin de asegurarse la poltrona el mayor tiempo posible. No pocos son los que con astucia siempre están en el vértice, aunque para ello tengan que abandonar las ideas que conforman la esencia de la formación que dirigen.
La expresión inglesa con la que los ciudadanos denominan a los diputados refleja una realidad. Que el diputado es del pueblo. Por estos lares es menester que de una vez se comience a reformar el sistema político para que la democracia sea lo que debe ser, no lo que es. ¿ O no?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es