La solución al problema chipriota se ha saldado con la confiscación de buena parte de los depósitos superiores a 100.000 euros. Se dice, se comenta, que se trata de penalizar determinadas sumas de dinero de origen dudoso destinado a blanquearse en determinadas operaciones. Se trata, desde luego, de una manera de resolver un problema provocando otro, quizás mayor.
La estabilidad financiera no puede ser un dogma que justifique, por ejemplo, la confiscación. Si el sistema financiero funciona mal, que se investigue si el regulador hizo los deberes o si los dirigentes de las instituciones financieras, además de embolsarse cuantiosísimas sumas en bonus y retribuciones, actuaron en el mundo del ilícito administrativo o penal. Es decir, las causas de la crisis financiera, por lo que vamos sabiendo, no son tan difíciles de identificar. No hay que ir muy lejos, simplemente esperar a que jueces y evaluadores independientes aclaren si los órganos reguladores han mirado para otro lado y si los principales ejecutivos de las instituciones financieras se han llevado a su casa millones y millones de euros en forma de bonus, primas, sobresueldos u otros conceptos semejantes.
La solución cipriota, salvando a los depositantes de menos de 100.000 euros es, en toda regla, una chapuza. Penalizar el ahorro es, sencillamente, algo impropio del tiempo en que estamos. Y lo que es más grave, permitir que se vayan de rositas aquellos que con sus decisiones y actuaciones han provocado tan grave crisis es algo inaceptable. Como inaceptable es, una vez más, constatar que las consecuencias de estas tropelías pasen factura a los ciudadanos, incluso penalizando el ahorro, el fruto del trabajo de años.
Europa como cultura y civilización se halla en una profunda crisis de la que no saldrá sólo con parches y rescates. Es menester volver a pensar en las raíces que hicieron del viejo continente la referencia planetaria en todo lo relativo a la lucha por la dignidad del ser humano y por la efectividad de los derechos humanos. Es decir, hay que volver a la justicia –Rom-, a la filosofía- Atenas- y a la solidaridad –Jerusalén-. De lo contrario seguiremos instalados en el dominio de los mercaderes, en la obsesión por el lucro y, junto a ello, en la instrumentalización de los votos de los ciudadanos.
En los años cincuenta del siglo pasado Adenauer, Schuman y Gasperi cayeron en la cuenta de que Europa era un magnífico proyecto cultural y de integración política que podría, a través de la economía, generar espacios de calidad de vida en lo social. Sin embargo, el rumbo que toman las cosas y el sentido de las decisiones que salen del corazón Europa van en otra dirección. En una dirección peligrosa por la deriva política que puede acarrear y por el empobrecimiento paulatino de la mayoría social.
El caso de Chipre debiera servir para que el timón de la construcción de Europa recupere su impronta humanista y de nuevo volvamos a sendas de crecimiento económico y de justicia social. Porque es compatible el crecimiento económico y la sensibilidad, como es complementaria la libertad y la solidaridad. ¿No le parece?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es