Estos días se ha conocido una encuesta acerca de la corrupción política. Se trata del Barómetro Global de la Corrupción 2013 elaborado por la ONG Transparencia Internacional a partir de una encuesta a 114.000 personas de 107 países. La mayoría de los encuestados piensa que a día de hoy hay más corrupción que hace dos años. Sin embargo, en países como Bélgica, Corea del Sur, Japón o Filipinas la gente no es de la misma opinión.
La mayoría de las personas que han participado en esta macroencuesta de Transparency International confirman que aumenta la desconfianza hacia las políticas anticorrupción implementadas en los diferentes países: sólo son eficaces para el 22% de los encuestados, bajando once puntos con relación al año pasado.
De nuevo los partidos son las instituciones más corruptas para la mayoría de los encuestados. En concreto, en 51 de los países de los 114 consultados. En España, no hace mucho, enero de 2013, una encuesta revelaba que el 95% de los encuestados entiende que los partidos amparan y protegen a los políticos acusados de corrupción. Es, desde luego, una opinión que refleja lo que en el fondo piensa la ciudadanía acerca del papel y funcionalidad de las formaciones partidarias en la actualidad.
La democracia se ha definido de diferentes formas. Una de las más utilizadas entiende por tal sistema político el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es gobierno del pueblo porque quienes ganan las elecciones han de dirigir la cosa pública con la mirada puesta en el conjunto de la población, no en una parte o en una fracción de los habitantes por importante que esta sea. Es gobierno para el pueblo porque la acción política por excelencia de los gobiernos democráticos ha de estar situada en el interés general; esto es, en la mejora continua e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos, con especial referencia a los más desfavorecidos. Y es gobierno por el pueblo porque la acción política se realiza a favor del pueblo, no en beneficio de cúpula que en cada momento está al mando.
Según parece, es lo que piensa la mayoría de los encuestados pues detrás de la consulta se encuentra la convicción de que los partidos se olvidan de su función primigenia y se escoran a la burocracia. La propia estructura se convierte en el fin y los aparatos se convierten en los dueños y señores de los procesos, hasta el punto de que todo, absolutamente todo, ha de pasar por ellos instaurándose un sistema de control e intervención que ahoga las iniciativas y termina por laminar a quienes las plantean.
En estos casos, nos encontramos ante partidos cerrados a la realidad, a la vida, prisioneros de las ambiciones de poder de un conjunto de dirigentes que han decidido anteponer al bienestar general del pueblo su bienestar propio. Se pierde la conexión con la sociedad y, en última instancia, cuándo no hay un proyecto que ofrecer a la ciudadanía más que la propia permanencia, el centro de interés se situará en lo que denomino control-dominio que, además de ser la garantía de supervivencia de quienes así conciben la vida partidaria, constituye una de las formas menos democráticas de ejercicio político. La autoridad moral se derrumba, la gente termina por desconectar de los políticos, se pierde la iniciativa, el proyecto se vacía y la organización ordinariamente se vuelve autista, sin capacidad para discernir las necesidades y preocupaciones colectivas de la gente, sin capacidad para detectar los intereses del pueblo.
Por el contrario, una organización pegada a la realidad, que atiende preferente y eficazmente a los bienes que la sociedad demanda y que permitirá probablemente hacerla mejor, es capaz de aglutinar las voluntades y de concitar las energías de la propia sociedad. Estos partidos, así configurados y dirigidos, atienden a los ámbitos de convivencia y colaboración y escuchan sinceramente las propuestas y aspiraciones colectivas convirtiéndose en centro de las aspiraciones de una mayoría social y en perseguidora incansable del bien de todos. No del bien de unos pocos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo
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