Hace muchos años Jaime Balmes expresaba su precupación por la necesidad de que el gobierno pudiera tener la sensibilidad necesaria para ser capaz de tener a toda la sociedad presente a la hora de la acción pública: “ determinar la forma de gobierno más conveniente para un país, es encontrar el medio de hacer concurrir en un punto todas las fuerza sociales, es hallar el centro de gravedad de una gran masa para ponerlo en equilibrio”. Ciertamente, en la democracia el gobierno está convocado a mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos, no sólo de quiens le votaron o de quienes son necesarios para garantizar la gobernación. Si así fuera, el gobierno en las democracias tendería a abrir brechas, en ocasiones graves, entre seguidores y partidarios de la oposición y entre seguidores y partidarios del gobierno. En mi opinión, cuándo se llega al gobierno es menester contemplar la realidad, no ya parcialmente, sino tal y como ésta es realmente: plural, dinámica, abierta y complementaria. Algo que en estos pagos, debido al sectarismo que se practica en una u otra orilla, es bien dificil.
Desde otro punto de vista, igualmente relevante, mi paisano Salvador de Madariaga, preocupado por la tendencia al extremo que encontró en no pocos episodios de la España del del siglo XX que le tocó en suerte, decía que “la única garantía de paz interior en España es un centro fuerte que sirva a la vez de bloque de choque y de puente entre rojos y negros…No en vano se habla de la nave del Estado. Lo más avanzado de la nave, con lo que corta las aguas de la Historia es la proa. Y la proa no está a babor ni a estribor, sino en el centro. Estado, sin centro, nave sin proa”. Quizás, quien sabe, el ilustre coruñés se refería precisamente a la necesidad de que el timonel del gobierno de la nación sea consciente de la necesidad de practicar políticas de integración, de conciliación, de servir de puente entre unos y otros para ir cerrando heridas y abriendo puertas que permitan el diálogo y fomenten la convivencia pacífica entre todos. Algo, a la vistá está, que brilla por su ausencia en este tiempo entre nosotros.
En algunas ocasiones he sostenido que el espacio de centro ordinariamente no se identifica con un determinado proyecto político concreto, sino que constituye un espacio político en el que reina la mentalidad abierta, la metodología del entendimiento, la sensibilidad social, el trabajo sobre la realidad y la aplicación de la razón a partir de la consideración central de la persona como sistema para resolver los problemas colectivos. Postulados que no son propiedad, afortunadamente, de ningún partido y que a todos conviene que estén presentes en la acción del gobierno, sea éste de la tendencia que sea, así como en la tarea de la oposición. Sin embargo, cuándo los gobiernos deciden discriminar positivamente a una parte relevante de la sociedad, entonces cada vez es más importante que alguna opción política pueda estar en condiciones de representar el espacio de la moderación, del equilibrio y del compromiso radical con los derechos de todos, no de una parte de la sociead, por relevante o importante que esta sea.
En efecto, la exigencia de apertura a los intereses de la sociedad no es una apertura mecánica, una pura prospectiva, que nos haría caer en una nueva tecnocracia que podríamos denominar sociométrica, tan denostable como la que llamaríamos clásica. La exigencia de apertura es una llamada a una auténtica participación social en el debate público, participación que no significa necesariamente participación política militante o profesional, sino participación política en el sentido de participación en el espacio colectivo, de intercambio de pareceres, de interés por la cosa pública, de participación en la actividad social en sus múltiples manifestaciones, de acuerdo con nuestros intereses, implicándose consecuentemente en su gestión con los criterios de moderación y de conocimiento. Participación que, en los tiempos que corren, no parece que se anime desde la cúpula ni desde la oposición. Unos, porque aspiran a un control social completo y otros porque parece que la participación les da miedo no vaya a ser que pierdan la posición de mando que todavía tienen.
En mi opinión, no es el disentimiento y la confrontación el primer y principal componente de la vida social, sino al contrario, el acuerdo y el entendimiento. Ahora bien, éstos deben buscarse con esfuerzo sostenido, inteligente y creativo, y nunca podrán acabar, ni sería en absoluto deseable que lo hiciera, con el disenso, la variedad de opiniones en cuanto a los fines, los medios, o incluso la realidad presente. No defiendo, pues, situaciones ideales, ni sociedades perfectas, ni relaciones de concordia absoluta, que solo se encontrarán en el paraiso. Lo que planteo es la necesidad de conducir y edificar la política de un modo nuevo, sobre nuevas bases, que nadie ha inventado, que ya estaban ahí más o menos explicitadas, pero que es preciso asumir, remozar, reforzar y extender. De lo contrario seguiremos instalados en un sistema cainita en el que las tecnoestructuras de los partidos se convierten en los omnímodos y omnipotentes señores que deciden la composición de los poderes del Estado de forma unilateral.
Este giro al centro, esta búsqueda del centro de la que llevamos hablando desde hace largos años, y a la que por enésima vez se aplican PP y PSOE, tiene que significar ante todo un cambio ético que vaya dirigido a hacer reales los postulados del Estado de Derecho, hoy secuestrados por ciertas minorías que lo usan para disfrutar de sus posibilidades al margen del pueblo y de los intereses generales. Para ello, si de verdad se busca el centro político, habrá otra vez que recordar los pilares sobre los que descansa.
En primer lugar, una mentalidad abierta a la realidad y a la experiencia, que nos haga adoptar aquella actitud socrática de reconocer la propia ignorancia, la limitación de nuestro conocimiento como la sabiduría propia humana, lejos de todo dogmatismo, y al mismo tiempo de todo escepticismo paralizador y esterilizador que nos impulsa necesariamente a una búsqueda permanente y sin tregua, ya que la mejora moral del hombre alcanza la vida entera.
En segundo término, una actitud dialogante, consecuencia inmediata de lo anterior, con un permanente ejercicio del pensamiento dinámico y compatible, que nos permita captar la realidad no en díadas, tríadas, opuestas o excluyentes, sino percatándonos, de acuerdo con aquel dicho del filósofo antiguo de que, en el ámbito humano y natural, todo está en todo. Percatándonos de que en la búsqueda de la pobre porción de certezas que por nuestra cuenta podamos alcanzar, necesitamos el concurso de quienes nos rodean, de aquellos con los que convivimos.
Y en tercer lugar, una disposición de comprensión, apertura y respeto absoluto a la persona, consecuencia de nuestra convicción profunda de que sobre los derechos humanos debe asentarse toda acción política y toda acción democrática.
Hoy, ante el avance de los populismos, PP y PSOE vuelven a caer en la cuenta de que la moderación es la clave de la acción política democrática. Que se lo pregunten a Renzi, que en muy pocos meses, a base de una agenda reformista sustancial, no sólo está mudando las formas viejas de hacer política, sino encontrando votos a ambos lados de la orilla y, de paso, poniendo al populismo en su lugar. El 25 M fue un buen ejemplo.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de la Haya.