Si hay una palabra que está permanentemente en boca de los dirigentes públicos de este tiempo para justificar sus decisiones es esta: el interés general. Es de interés general adoptar tal o cual medida. Siempre o casi siempre se utiliza genéricamente porque o no se puede concretar en la realidad, porque es imposible, o sencillamente porque no es más que una buena tapadera  para cualquier capricho o arbitrio que venga en gana al gobernante de turno.
 
Tal expresión, conviene recordarlo, sólo tiene sentido en un Estado de Derecho, cuándo se concreta, cuándo se materializa en la realidad. Es más, una democracia en la que los gobernantes y responsables públicos tengan la costumbre de fundar todas sus determinaciones en una genérica referencia al interés general, es una democracia de baja intensidad, una democracia forma,l materialmente autoritaria. Un fenómeno, por cierto, más presente en este tiempo de lo que podríamos imaginarnos.
 
En el presente nadie en su sano juicio duda de que el interés general de España, que es el bien general de todos cuantos integran el pueblo español en cuanto tales, reside en la necesidad de garantizar un sistema político en el que efectivamente el gobierno sea del pueblo y se realice por y para el pueblo. Y tal objetivo se concreta en la existencia de un control real sobre el ejercicio del poder desde la necesaria separación de los poderes y  el reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas.
 
La separación de poderes sabemos muy bien en que estado se encuentra como consecuencia de su sometimiento emergente y creciente poder de los partidos políticos. El control judicial en sus más altas magistraturas depende del poder político, el control de las cuentas públicas está en manos de funcionarios nombrados por el poder ejecutivo y en manos de órganos colegiados de naturaleza parlamentaria. Y los derechos fundamentales de las personas, cada vez con mayor frecuencia, se dirimen en el proceloso mundo de transacciones y cambalaches políticos y mercantiles que aseguren mayores cotas de poder.
 
El interés general de España reclama, en un momento de profundo desprestigio de la actividad política, fundamentalmente de los partidos, que se piense en la democracia, que se piense en las condiciones de vida de los ciudadanos, que se medite  y se reflexione seriamente sobre lo que el país precisa en estos difíciles momentos. Hay quien piensa que el grado de deterioro moral en el mundo de las finanzas y de la política es de tal calibre  que es imposible reclamar altura de miras, apego al interés general, a quienes no piensan más que en consideraciones de orden personal, ahora incluso desde la perspectiva procesal.
 
La percepción ciudadana es bien patente aunque haya, que la hay, mucha gente honrada en la política. La imagen internacional de España es la que es. Estamos inmersos en una crisis general en la que también los dirigentes públicos y financieros han tenido mucho que ver. En este contexto, parece indubitable que se está terminando una etapa en la que la política para no pocos  no fue más que una forma de estar siempre al mando y la actividad financiera un  medio para ganar más dinero en el más breve plazo de tiempo posible. La vida pública y la actividad financiera deben volver ser medios al servicio de las personas y no fines desde los que se utiliza a las personas.
 
La gran pregunta que algunos se formulan es si quienes se tienen que percatar de esta evidente realidad permanecerán atrincherados en su posición, en su salvavidas, o si, por consideración al conjunto de los españoles serán capaces, en aras del interés general de España y de los ciudadanos, de actuar en consecuencia y anteponer el país a sus propios intereses. En los próximos días lo sabremos.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es