La democracia se asienta, como en uno de sus pilares más relevantes, en el pluralismo. Es decir, el Estado debe abstenerse de tomar partido en asuntos polémicos, en temas controvertidos sobre los que es posible discrepar, en los que se pueden mantener diferentes posiciones sin riesgo a ser sancionado. Pues bien, nunca el pluralismo ha estado tan lesionado como en este tiempo en que nos toca vivir pues en algunos temas, de todos conocidos, está prohibido expresarse más allá de la doctrina oficial que se inocula desde la cúpula
 
En efecto, la ideología del pensamiento único aparece de nuevo ante nosotros. Ahora, con nuevos matices, resulta que desde el vértice se pretende imponer la ideología de género castigando a quien se atreva a desafiar la doctrina dominante. ¿Es que se puede imponer desde el poder público una determinada forma de entender una cuestión en la que hay diversos puntos de vista?. ¿Por qué volvemos a la censura, a la inquisición, al miedo al pensamiento diferente, en definitiva a la restricción de la libertad de expresión?. Por una sencilla razón, porque existe en este tiempo una profunda quiebra de las libertades y un colosal intento de conformar la opinión pública en ciertos temas desde un pensamiento único que aspira a erigirse en expendedor de idoneidad o pureza democrática.
 
El pensamiento ideológico parte de una premisa básica: es menester imponer unilateralmente un modelo ideológico porque es el único que puede mejorar la vida de los hombres y mujeres.  Se trata de fabricar un nuevo orden social de seres robotizados, estandarizados  por la nueva doctrina, de seres dominados por el consumismo insolidario que se transmite desde el púlpito de la nueva religión civil para evitar que se piense en libertad. Se trata de poner al servicio de la sociedad  ciudadanos dependientes, sumisos y dóciles a los dictados de un poder que poco a poco va eliminado los espacios de libertad para quienes no tienen la fortuna de comulgar con la buena nueva.
 
A quienes disienten, se les echa encima nada menos que la Constitución y las Leyes, que interpretadas unilateralmente permiten una suerte de integrismo y totalitarismo sencillamente inaceptable. ¿Dónde queda la libertad de expresión?. ¿Por qué unos tienen más libertad de opinión que otros?. ¿Qué hemos de hacer con los “equivocados”?, ¿tolerarlos? o, más bien,  ¿ expulsarlos del espacio público porque no están en condiciones de debatir con “sosiego” y “normalidad”?.
 
Los tiempos que corren no son buenos para la libertad. La experiencia histórica demuestra, por otra parte, que de cuando en cuando la libertad es atropellada por iluminados y fanáticos que, con más o menos solemnidad, con más o menos sutileza, se consideran en poder de la verdad suprema. En estos casos,  la libertad, a pesar de todo, triunfa, tarde o temprano porque la gente se termina sacudiendo del sueño benefactor en que es sumido por los nuevos dirigentes y es consciente de que, efectivamente, la libertad hay que ganarla día a día, hay que conquistarla día a día frente a la dictadura de lo políticamente correcto, conveniente o eficaz. Así de claro.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana