Desde una perspectiva sociopolítica, la persona ha encontrado posibilidades claras para su plena realización en las sociedades estructuradas participativamente, sea cual fuera el entorno histórico y geográfico. Pero la ampliación de los horizontes para la realización de las personas se ha producido de modo muy particular en las sociedades democráticas. Las sociedades democráticas son fundamentalmente, esencialmente, sociedades plurales, hasta el punto de que un pluralismo disminuido o menoscabado puede ser interpretado como un síntoma de déficit democrático.
 
Esa maduración sociopolítica, del ser humano se entiende entre dos negaciones, ambas correlativas a la falta de madurez social. Nos referimos,  por una parte,  a lo que podríamos denominar tribalismo de cualquier clase, a las sociedades tribales, que con la afirmación de la propia condición sociocultural pueden llegar a impedir o condicionar seriamente el desarrollo de la libertad personal y consecuentemente del pluralismo. El otro caso es el de las formas diversas de autoritarismo, o mejor de tiranía, que con el pretexto de establecer una organización social más desarrollada y perfeccionada, someten las peculiaridades y los intereses de individuos y grupos a los intereses de la organización misma.
 
El pluralismo auténtico se traduce en diálogo. Cuando existe diversidad social, pero no hay diálogo, propiamente no deberíamos hablar de pluralismo sino de sectarismo. Aquí nos encontraríamos otra vez con la división maniquea del cuerpo social propia de todo comportamiento sectario. Al análisis de este tipo de comportamientos es al que más sensibles resultan los cuerpos políticos que adolecen de este defecto, por eso es el más difícil de practicar porque produce inmediatamente una reacción agresiva desproporcionada. Tampoco se trata de bajar aquí a los casos concretos. Digamos, no obstante, que posiblemente este tipo de comportamientos maniqueos son lo que más separa hoy, en nuestras sociedades, a algunas fuerzas políticas de las posiciones de centro.
 
Sobre el supuesto de un pluralismo auténtico se establece el diálogo. Posiblemente en el diálogo es donde más puede apreciarse la condición personal a la que venimos refiriéndonos. En el diálogo se ponen en juego todas las condiciones que caracterizan el talante político del centro: moderación, respeto mutuo, conciencia de la propia limitación, atención a la realidad y a las opiniones ajenas, actitud de escucha, etc.
 
Pero la disposición al diálogo no debe ser sólo una actitud del político, sino que el diálogo, como actitud socialmente generalizada, debe ser un objetivo político de primer orden. Una sociedad democrática no es tanto una sociedad que vota, ni una sociedad partidista, con ser estos elementos factores vertebradores fundamentales en una democracia. Una sociedad democrática es ante todo una sociedad en la que se habla abiertamente, en la que se hace un ejercicio público de la racionalidad, en la que las visiones del mundo y los intereses individuales y de grupo se enriquecen mutuamente mediante el intercambio dialógico. El diálogo auténtico entraña un enriquecimiento de la vida social y una auténtica integración, pues el diálogo supone la transformación de la tolerancia negativa ,el mero soportar o aguantar al otro, al distinto, en tolerancia positiva, que significa apreciar al otro en cuanto que no nos limitamos simplemente a existir a su lado, sino que coexistimos con él.
 
Una forma de ejercer el control cuando el poder se esclerotiza, se sirve sólo a sí mismo, es la preocupación central por cercenar al rival. Es lógico que se pretenda derrotar al adversario, pero la forma de hacerlo tiene que ser ganándole la partida en el aprecio de los ciudadanos, dando soluciones realistas, y también con los proyectos más ilusionantes,… Lo que constituiría una negación del espíritu democrático sería pretender ganar a base de socavar el trabajo de los demás, algo, por desgracia, muy presnte en las diferentes actividades humanas. Demasiado frecuente.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana