El centro de la acción política es la persona, el individuo. Desde este principio básico de actuación es posible establecer algunas de las líneas fundamentales que, desde una perspectiva que podríamos denominar -de un modo genérico- ético, configuran las nuevas políticas.
La persona, el individuo humano, no puede ser entendido como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones políticas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida política.
Esta afirmación realizada en los más variados tonos, y con los acentos más diversos, en situaciones políticas incluso a veces contrapuestas, tiene desde el centro político un significado propio. Afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad.
Se ha dicho que el progreso de la humanidad puede expresarse como una larga marcha hacia cotas cada vez más elevadas de libertad. Aunque el camino ha sido muy sinuoso –tal vez demasiado- y los tropiezos frecuentes –y a veces muy graves-, podemos admitir como principio que así ha sido. De modo que el camino de progreso es un camino hacia la libertad.
Desde un punto de vista moral entiendo que la libertad, la capacidad de elección –limitada, pero real- del hombre es consustancial a su propia condición, y por tanto inseparable del ser mismo del hombre y plenamente realizable en el proyecto personal de cualquier ser humano de cualquier época. Pero desde un punto de vista social y político, es indudable un efectivo progreso en nuestra concepción de lo que significa la libertad real de los ciudadanos.
Sin embargo, en el orden político, se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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