2016 ha sido un año en el que el populismo ha hecho acto de presencia en todo el globo con inusitada intensidad. Y no solo en países con lacerantes problemas sociales. En la cuna de la democracia liberal, en Estados Unidos y en el Reino Unido, el brexit y Trump han conseguido poner en solfa uno de los sistemas políticos más emblemáticos de cuantos conocemos. En ambos casos, claro está, a causa de la incapacidad de la democracia liberal para atender debidamente a las víctimas de la globalización y por mor de esa posverdad, tan sutilmente manejada por los profesionales de la manipulación, que tanto daño está haciendo en todo el mundo.
El populismo, tal y como se presenta en el tiempo en que vivimos, presenta muchas caras, muchas expresiones. Sin embargo, a pesar de las diferentes puestas en escena que ofrece, hay una serie de rasgos comunes que se refieren a la retórica empleada, al liderazgo carismático y, sobre todo, a una peculiar forma ideológica de gobernar más allá de políticas concretas. Otro rasgo que caracteriza a los populismos es su crecimiento en períodos de gran contestación social y política, en momentos en los que se pretenden construir nuevos espacios políticos dirigidos a reclamar aquellos espacios de poder que las élites, dicen, han tomado para sí mismas, en detrimento del pueblo soberano.
El populismo ha abandonado la retórica derecha e izquierda y se centra en el binomio pueblo-élites a las que aplica con toda su potencia el pensamiento de confrontación con pingues resultados. No hay más que ver lo que ha pasado en Grecia, en parte en España, en Francia, en Austria, lo que acontece con menos intensidad en los países Nórdicos y veremos qué ocurrirá en las próximas elecciones en Alemania. En Iberoamérica, Cuba, Venezuela, Bolivia o Ecuador mantienen régimen populistas en los que los “salvadores de la patria” cuando han llegado al poder han laminado las instituciones democráticas a su favor, procurando instalarse de por vida en el sillón de mando.
Ordinariamente, la emergencia de los populismos tiene relación directa con la existencia de líderes que muestran una especial capacidad para conectar con la gente normal: dirigentes dotados de una sorprendente sensibilidad para comprender los problemas reales de los ciudadanos a partir de una excepcional capacidad de persuasión. Para que germine el populismo es menester que los representantes de los partidos tradicionales, a causa de su incapacidad para hablar directamente al pueblo y de su responsabilidad en la crisis y corrupción reinantes, dispongan de un menguado crédito político y social. Y, sobre todo, que se resistan a los cambios buscando denodadamente perpetuarse en el poder.
Casi todos los populismos actuales coinciden en su unánime clamor de democracia real. El problema aparece cuándo el populismo popular, valga la redundancia, no responde al cliché, al estereotipo diseñado por sus intelectuales de salón. En efecto, hay movimientos sociales y políticos de corte popular de donde proceden las demandas y reclamaciones del pueblo referidas a la mejora de la democracia, al aumento de la participación, a las protestas contra las leoninas condiciones de las hipotecas o a la necesidad de que los partidos y los sindicatos se abran de verdad a la democracia. Y hay un populismo ideológico: el que se diseña en los gabinetes de los intelectuales, aquel desde el que se pretende imponer las preferencias y gustos de esa tecnoestructura de la agitación y la propaganda que tan buenos réditos obtienen en situaciones de creciente indignación popular.
El populismo es un fenómeno que hay que estudiar con rigor, en especial la categoría y magnitud de las reclamaciones que realmente proceden del pueblo, no de esas minorías tecnoestructurales adiestradas en el dominio y la manipulación social, obsesas de los moldes y clichés prefabricados, que usan al pueblo sin problema alguno.
En fin, el populismo que resurge en este tiempo tiene una componente reivindicativa que se debe analizar a fondo. No sólo para evitar que quienes aspiran a canalizar tales reclamaciones terminen utilizándolas en su propio beneficio, sino para que alimenten las decisiones del parlamento, de los gobernantes y de los jueces, pues si la democracia es de verdad el gobierno del pueblo, por y para el pueblo, pienso que hoy tenemos que buscar las técnicas, las instituciones y los procedimientos que permitan que en el corazón de las decisiones públicas, y también de las privadas, este presente, cada vez con más fuerza e intensidad, la centralidad de la dignidad del ser humano y todos y cada uno de sus derechos fundamentales. Casi nada.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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