A estas alturas de la historia, a pesar de los pesares, tras más de dos mil años de experiencia y de conocimiento de la condición humana, la conquista de la libertad para cada persona sigue siendo una apasionante aventura. Por alguna razón, casi siempre la misma, peleamos y luchamos por la libertad o preferimos claudicar y ser dominados, con más o menos intensidad, por los motores que mueven los hilos de este mundo. Toleramos las opiniones diferentes a las nuestras o las laminamos. La historia nos demuestra que no hay conquistas políticas y sociales definitivas, que hay estar en guardia para evitar que el pensamiento único, que el pensamiento ideológico termine por imponer nuevos, o viejos dogmas, en el debate público. Hoy, por ejemplo, el reconocimiento de los peligros que entraña la libertad de expresión justifica sobradamente esta afirmación.
En efecto, si analizamos con un cierto rigor y apego verdad lo que está pasando, podríamos concluir que ciertamente estamos instalados en un dominio del relativismo, o del pensamiento único, uniforme. La pretensión de ciertos grupos, por ejemplo, de imponer a los demás sus criterios condenando al ostracismo, o al proceso penal, a quien se atreva a desafiar lo previamente declarado como políticamente conveniente, es una dolorosa señal de la profunda enfermedad moral que hoy se ha instalado en nuestras sociedades. Con frecuencia renunciamos a nuestras convicciones ante el temor de que puedan herir ciertas sensibilidades como si la libertad de expresión fuera una libertad imposible o, al menos, peligrosa, y cara, muy cara para quien pretenda ejercerla.
Tales evidencias, siento escribirlo, no son más que la constatación del autoritarismo y ausencia de sensibilidad frente a la libertad que desde hace algunos años ha prendido, y de qué manera, en la vida social, especialmente en la cultura occidental. Por cierto, una cultura bajo mínimos a causa, entre otras razones, por haber cuestionado sus señas de identidad, su patrimonio propio, sus fuentes, que se han diluido en un ramplón multiculturalismo en el que todo es igual, en el que todo vale lo mismo. Es el caso, por ejemplo, de determinadas cuestiones acerca del derecho a la vida o sobre la configuración del matrimonio, no coincidentes con lo políticamente correcto o conveniente, que, nada más salir a la palestra, no se sabe en virtud de que poderosa razón, suelen ser condenadas por considerarse no aptas para ser protegidas por la libertad de expresión. Qué curioso, en nombre de la libertad se impide la emergencia al espacio público de determinados puntos de vista y opiniones que se consideran, sin más, sin ninguna explicación, peligrosos para el debate social.
En estos supuestos, los nuevos iluminados se erigen en certificadores de autenticidad de las opiniones de los demás. Si son diferentes a las suyas, no son dignas ni siquiera de ser tratadas en un ambiente de discusión libre. Simplemente, se tildan de posiciones que desafían la salud del sistema sin explicación o argumentación alguna. En el fondo, lo que ocurre, como llevo escribiendo y parlamentando desde hace algunos años, es un fenómeno de manual de autoritarismo que casi nadie se atreve a denunciar por el coste social, político, y personal, que suele traer consigo. Por eso no pocos se refugian en la casa “segura” de lo políticamente correcto, desde la que intentan pastorear a la ciudadanía por el carril seguro de la única verdad que se impone desde la cúpula sin justificación o argumentación alguna. Su fundamento reside en el pavor y amedrentamiento que suele acompañar las admoniciones y amenazas de estos nuevos adalides de la modernidad.
En otras etapas de la historia en que el grado de las libertades ha estado bajo mínimos, también el pensamiento único, normalmente alineado en el vértice, procuró instalar una suerte de censura que impedía la emergencia del pensamiento libre, del pensamiento crítico. Ahora, sin embargo, es más grave porque habitamos en un régimen político que se declara democrático y, por tanto, plural. Sin embargo, cuando alguien se atreve a opinar en contra de la verdad dominante, suele ser tildado, en el mejor de los casos, de retrógrado y, por ello, digno de aislamiento mediático. Que le pregunten, sino, a la profesora canadiense Margaret Somerville que con ocasión de un doctorado “honoris causa” por una universidad de su país hubo de necesitar protección pública, recepción de cartas insultantes y todo tipo de descalificaciones personales. ¿Cuál fue su delito?. Sencillamente afirmar que en su opinión todo niño requiere de un padre y una madre.
El problema reside en que la dictadura del relativismo en la que estamos inmersos ha llevado a afirmar que todos los valores son iguales y que en caso de conflicto decide la preferencia personal de cada quien. En este contexto, ni hay valores objetivos, ni derechos indisponibles como el de la vida. Desde este punto de vista, incluso ciertas prácticas de ciertas tribus africanas que están en la mente de todos deberían ser aceptadas. El dogma de la igualdad de los valores conduce, se quiera o no, a la dictadura de los fuertes sobre los débiles, a una profunda desigualdad y, sobre todo, a que sean los inocentes, incluso los que están a punto de ser o de dejar de ser los que paguen los platos rotos. Preguntar por los derechos del concebido no nacido en este ambiente se torna cuestión delicada y, para algunos, prohibida.
En fin, esta nueva versión de la dictadura intelectual en la que estamos instalados es un nueva expresión de la tendencia al autoritarismo que todos llevamos en lo más profundo de nuestro ser. Así las cosas, cada vez es más urgente reclamar un espacio público plural en el que todas las posiciones, sin exclusiones o tratamientos discriminatorios, se puedan defender racionalmente, con argumentos. Un espacio de libertad y de responsabilidad, una ambiente en el que nos acostumbremos a escuchar reflexiones y comentarios de todo tipo, por supuesto también los contrarios a nuestro modo de pensar. Al menos en mi caso reconozco que cuando se trabaja o se debate en un ambiente de libertad se pueden aprender muchas cosas y matizar opiniones que uno pensaba imbatibles. En cambio, cuando anida el miedo a la libertad, la tendencia a la imposición de las propias ideas, entonces aparece con toda su virulencia ese desprecio por lo diferente, ese pánico ante el pensamiento contrario. Por tanto, más libertad y más responsabilidad porque en una sociedad en la que se potencia la libertad todo, absolutamente todo, se puede discutir, todo se puede debatir. Aquí, y ahora, sin embargo, sólo discuten y debaten en los aeropagos oficiales aquellos ungidos por esa inquietante y tenebrosa alianza entre poder político, financiero y mediático que ha conseguido transformar, y de qué manera, la democracia, en el gobierno de una minoría, por una minoría y para una minoría.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.
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