La crisis económica y financiera que todavía sacude al mundo de uno a otro confín,  reclama el acuerdo entre los líderes políticos y sociales para buscar salidas y soluciones a una de las peores etapas de la reciente historia de la humanidad. Precisamos acuerdos  urgentes, acuerdos que deben partir de un nuevo orden económico-social más justo y humano, acuerdos que apuesten porque el binomio mercado y regulación se contemple desde el pensamiento compatible y complementario. Si, como parece, lo que fallado es la regulación, que ha dejado sin límite a la avaricia y a la codicia humana, es menester mejorar esta importante actividad de ordenación para que cumpla su función: garantizar el ejercicio de la libertad solidaria en un entorno de seguridad jurídica y protección, defensa y promoción de los derechos fundamentales de la persona
 
Si, por el contrario, en lugar de reconocer errores y asumir  responsabilidades en que se haya podido incurrir, quienes deben propiciar cambios y transformaciones de calado se dedican a  seguir alimentando la confrontación con tal de lograr una posición de privilegio, entonces se crearán las condiciones para que esquemas autoritarios, incluso totalitarios, lo vemos en muchas partes del mundo,  canalicen un descontento global a partir  nuevas burocracias, tan nefastas como esa elite financiera que  ha saqueado los mercados en su propio beneficio.
 
Las posibilidades de que tal escenario se produzca han sido ya planteadas por intelectuales como Beck o Naim, que pronostican un nuevo auge de los autoritarismos si es que las soluciones a la crisis económica y financiera se plantean en clave unilateral, alimentando fórmulas para que los de siempre sigan haciendo lo de siempre.
 
Las reformas son necesarias. Reformas  profundas, que alcancen a los pilares del edificio económico y financiero. Reformas que propongan una mejor regulación que cumpla la función que le es propia. Reformas que mejoren la transparencia, que limiten desde el sentido común y la proporcionalidad el control de las retribuciones de los ejecutivos de las compañías con malos resultados, que eviten  que determinados fondos de alto riesgo campen a sus anchas por el mercado financiero, que eliminen  los paraísos fiscales y terminen con el secreto bancario. En fin, las reformas que precisamos  deben evitar que la codicia y la avaricia humana sean los motores de la actividad económica y financiera. La idea, de origen protestante, de que el éxito económico es la señal visible del éxitointegral  ha sido nociva pues se ha ido instalando poco a poco, a veces con gran intensidad, la convicción de que lo único importante en la actividad económica es el lucro. Cuando tal cosa acontece, la dimensión social de la empresa se atenúa, la tentación del maquillaje de los balances crece, como en general se multiplica la imperiosa obsesión por el beneficio, la apariencia, el lujo, y el poder.
 
En la historia del mundo hemos asistido a algunas revoluciones que han venido precedidas ciertamente de etapas de notoria y palmaria injusticia. Hoy, poco a poco, la opinión pública, no tanto la manipulada como la real, va tomando conciencia de que estamos en una época en la que se han tolerado muchas injusticias y de que ya es momento de poner coto a esta gran farsa, a este fraude de colosales dimensiones. Los árbitros muchas veces no han cumplido su tarea y han beneficiado a los poderosos porque así también se beneficiaban ellos.
 
El clima de impunidad ha sido de tal magnitud que hoy hay ya mucha gente que, afortunadamente,  está empezando a  despertar y a rebelarse, es lógico, frente a una crisis  que otros han provocado. En tal escenario, la incertidumbre ante la aparición de planteamientos revolucionarios es fácil de comprender. Si los líderes no son conscientes de este peligro y continúan enzarzados en estériles polémicas y en peleas por el estrellato de la reunión, a la vuelta de la esquina tendremos, más pronto que tarde, demagogos y salvadores dispuestos a agitar de nuevo a las gentes con el atractivo reclamo de la justicia social, de la igualdad de oportunidades y de la opresión de los fuertes.
 
En otras palabras, quienes han conducido estos años las riendas de la vida política, social y económica, han servido en bandeja los resortes del poder a grupos y movimientos que, con inteligentes mensajes de regeneración, han sido promovidos por el pueblo en muchas latitudes a demostrar que la rectoría de los asuntos de todos se puede realizar de otra manera. Está por ver, sin embargo, si los moderados eslóganes manejados en las campañas recientes son reales o, si por el contrario,  nos encontraremos, a la vuelta de no mucho tiempo, con el sectarismo, la manipulación, el pensamiento único, y lo que suele acompañar a estas lacras, el gobierno de una minoría que aspira al control social. En unos meses lo sabremos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es