La relación entre Ética y Política, entre la rectoría de los asuntos públicos y la dimensión moral, es un problema intelectual de primer orden, de gran calado, desde luego hoy presente en las grandes, y pequeñas, cuestiones que afectan a la vida de los seres humanos. Desde los inicios mismos del pensamiento filosófico y a lo largo de toda la historia en Occidente ha sido abordado por tratadistas de gran talla, desde las perspectivas más diversas y con conclusiones bien dispares. Y por mucho que se haya pretendido traducir algunas de ellas en formulaciones concretas, la experiencia histórica ha demostrado sobradamente que ninguna puede tomarse como una solución definitiva a tan difícil cuestión. En realidad, la democracia como forma de gobierno encierra en sí misma una fuerte componente ética pues consiste esencialmente en gobernar para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos a través de su participación real en los asuntos que vertebran el interés general en el marco del Estado de Derecho.

 

La dignidad de la persona y los derechos fundamentales ocupan en este tema una posición capital. Hasta el punto de que el ejercicio del poder público en la democracia debe ir orientado y dirigido a que las personas se puedan realizar libre y solidariamente de la mejor forma posible en la vida social. Sobre esta base, sobre el suelo firme de nuestra común concepción del ser humano (que se explicita de algún modo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948), es sobre lo que puede asentarse la construcción de nuestro edificio democrático.

 

El centro de la acción política es la persona. Ahora bien, la persona no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones públicas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida pública.

 

No obstante, afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad.

 

En el orden político se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.

 

Las sociedades realmente libres son las sociedades de personas libres. El fundamento de una sociedad libre no se encuentra, única y exclusivamente, en los principios constituyentes, formales, sobre los que se asienta su estructuración política. El fundamento de una sociedad libre está en los hombres y en las mujeres libres, con aptitud real de decisión política, que son capaces de llenar cotidianamente de contenidos de libertad la vida pública de una sociedad. Pero la libertad, en este sentido, no es un estatus, una condición lograda o establecida, sino que es una conquista moral que debe actualizarse constantemente, cotidianamente, en el esfuerzo personal de cada uno para el ejercicio de su libertad, en medio de sus propias circunstancias.

 

Afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el Estado de Derecho como marco de libertades. Pero, en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentre a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar, libre y solidariamente su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano. Probablemente por este camino deben discurrir algunas de las más relevantes manifestaciones de regeneración democrática que requiere nuestro sistema político. Sin embargo, seguimos enzarzados en cuestiones de poder, de estructuras, de unilateralidad y, así, el camino hacia la plena realización de la dignidad de cada ciudadano encuentra no pocos obstáculos, no pocas dificultades en quienes debieran regir los asuntos del común para proteger, defender y promover las libertades y los derechos humanos.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana