La salida de Inglaterra de la UE tras el referéndum del 22-J pone de manifiesto la necesidad de rectificar a fondo el rumbo del proyecto europeo. Ciertamente, Europa ha hecho crisis y es menester reflexionar sobre las causas del fracaso. Un fracaso que tiene un diagnóstico bien claro: lo que debería ser una unión política y cultural sobre unas bases morales y éticas sólidas se convirtió en una mera unión de mercaderes en el que el poder de la tecnoestructura comunitaria y de las entidades financieras ha sido lo más relevante de estos años de crisis,
La Europa que conocemos poco o nada tiene que ver con el sueño de aquellos grandes estadistas que el 9 de mayo de 1950 quisieron poner en marcha como una iniciativa cultural y política destinada a la integración de pueblos y personas a la conquista de la libertad solidaria. En efecto, Schuman, Adenauer y De Gasperi fueron los tres abanderados de un gran proyecto de concordia, unidad y paz que ha sido traicionado desde el mismo corazón de Europa tras la instauración de un sistema de predominio de la economía sobre la dignidad del ser humano.
Es verdad, la Unión Europea, tal y como fue concebida por estos tres estadistas, era sobre todo una unión política en una serie de valores comunes forjados a lo largo del tiempo en el mismo solar del viejo continente. La integración económica siempre se concibió como un medio adecuado para transitar por esa senda de humanismo compartido en torno a los derechos fundamentales de la persona, que es el gran legado de tantos años de historia por mantener la primacía de la dignidad del ser humano como fin de la acción pública. A día de hoy, a pesar de los esfuerzos que se realizan, la percepción ciudadana en el continente europeo es la que es, la que todos conocemos y la que todos hemos experimentado elección tras elección al Parlamento europeo. Ahora, se da un paso más, y un Estado miembro decide soberanamente que abandona el proyecto del Euro.
La identidad europea, inexorablemente vinculada al profundo y rico contenido de las raíces de una civilización montada sobre la libertad y la igualdad de los seres humanos, ha sido abandonada. Ahora, en el colmo de los colmos, hasta se pueden comprar y vender seres humanos como demuestra la legalización de esa siniestra práctica denominada maternidad subrogada. En el fondo, detrás de tales iniciativas, se encuentra el abandono de las humanidades, de la razón, del derecho, de la justicia y de la solidaridad. Pensamiento, justicia y solidaridad ya no caracterizan al viejo continente. Ahora todo se reduce a la obtención de beneficios económicos, a la búsqueda del poder, de la naturaleza que sea, a cualquier precio. El resultado ahí lo tenemos: el ser humano es un simple objeto de usar y tirar y sus derechos son objeto de mercadeo y transacción.
En este contexto, todo vale y la política y la economía se convierten técnicas diseñadas para conseguir cuantos más votos mejor o para ganar cuanto más dinero en el menor tiempo posible. Por eso, recordar lo que pensaban y escribían los padres fundadores del proyecto europeo es en este momento relevante. Schuman en 1959 dirigiéndose al Parlamento europeo decía: “La democracia ha nacido y se ha desarrollado con el cristianismo, ha nacido cuando el hombre, fiel a los valores cristianos, ha sido llamado a valorar la dignidad de la persona, la libertad individual, el respeto de los derechos de los demás y el amor al prójimo. Antes de la era cristiana estos principios no habían sido enunciado jamás; el cristianismo ha sido el primero en valorar la igualdad entre todos los hombres, sin diferencias de clase o de raza”.
Las raíces cristianas de Europa son una realidad histórica que explica el sentido y la funcionalidad de los valores que impregnan la cultura europea. El cristianismo, en este sentido, ha jugado un papel muy relevante porque, entre otras cosas, ofrece un fundamento a la dignidad de la persona que en otros contextos se concibe de manera inmanente. La igualdad ontológica de todos los hombres tiene, en la cultura cristiana, una fuerza especial que hace de ella un principio general sin excepciones. Mientras, en las orillas del positivismo, la desigualdad es posible si es que la norma lo permite. Algo que, como podemos observar en este tiempo, ocurre con demasiada frecuencia en este tiempo de fuertes desigualdades que nos ha tocado vivir.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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