La salida de Inglaterra de la Unión Europea, tras la victoria de Johnson en las recientes elecciones generales, es una buena ocasión para repensar Europa y en lugar de caer en el pesimismo, recuperar las señas de identidad de un continente que se han ido perdiendo con el paso del tiempo y que conviene recuperar.

En efecto, a la vista de los derroteros por los que camina la hoy enferma Europa, es menester que volvamos nuestra mirada hacia ese puñado de estadistas que fueron capaces a mediados del siglo pasado de levantar este magnífico escenario de integración cultural, política y económica que hoy se llama Unión Europea. En efecto, Schuman, Adenauer y De Gasperi fueron los tres abanderados de un gran proyecto de concordia, unidad y paz que, sin embargo, sus sucesores, llevaron al más rancio capitalismo, y de ahí, a un ambiente de dominio de los fuertes sobre los débiles carente de los más elementales valores morales.

Es verdad, la Unión Europea, tal y como fue concebida por estos tres estadistas, era sobre todo una unión política en una serie de valores comunes forjados a lo largo del tiempo en el solar del viejo continente. La integración económica siempre se concibió cómo un medio adecuado para transitar por esa senda de humanismo compartido en torno a los derechos fundamentales de la persona, que es el gran legado de tantos años de historia por mantener la primacía de la dignidad del ser humano como fin de la acción pública. A día de hoy, a pesar de los esfuerzos que se realizan, la percepción ciudadana en el continente europeo es la que es, la que todos conocemos y la que todos hemos experimentado elección tras elección al Parlamento europeo, y especialmente en los referéndums sobre el proyecto de Constitución. Un proyecto artificial, tecnoestructural, alejado de la vida de los ciudadanos y manejado por una serie funcionarios en su propio beneficio.

Probablemente, una de las causas de la salida de Inglaterra del proyecto europeo se deba a la falta de compromiso de las autoridades de la Unión precisamente en lo que es y en lo que representa en el mundo la identidad europea. Identidad que está inexorablemente vinculada al profundo y rico contenido de las raíces de una civilización montada sobre la libertad y la igualdad de los seres humanos. Derechos y libertades que encuentran su fundamento en el cristianismo. Así lo decía Schuman en 1959 dirigiéndose al Parlamento europeo: “La democracia ha nacido y se ha desarrollado con el cristianismo, ha nacido cuando el hombre, fiel a los valores cristianos, ha sido llamado a valorar la dignidad de la persona, la libertad individual, el respeto de los derechos de los demás y el amor al prójimo. Antes de la era cristiana estos principios no habían sido enunciado jamás; el cristianismo ha sido el primero en valorar la igualdad entre todos los hombres, sin diferencias de clase o de raza”.

Las raíces cristianas de Europa son una realidad histórica que explica el sentido y la funcionalidad de los valores que impregnan la cultura europea. El cristianismo, en este sentido, ha jugado un papel muy relevante porque, entre otras cosas, ofrece un fundamento a la dignidad de la persona que en otros contextos se concibe de manera inmanente. La igualdad ontológica de todos los hombres tiene, en la cultura cristiana, una fuerza especial que hace de ella un principio general sin excepciones. Mientras, en las orillas del positivismo, la desigualdad es posible si es que la norma lo permite. Algo que, como podemos observar en este tiempo, ocurre con demasiada frecuencia en este tiempo de fuertes desigualdades que nos ha tocado vivir.

De Gasperi también trató sobre este tema en más de una ocasión porque sabía que los valores europeos son esencialmente valores del cristianismo. En efecto, estas son sus palabras con las que termino el artículo de hoy: “El origen de la civilización es el cristianismo. Con ello no pretendo introducir un criterio confesional exclusivo ni una evaluación de nuestra historia, sino el de una herencia europea común, de una ética compartida por todos que exalta la idea de la responsabilidad de la persona humana, con su fermento de fraternidad evangélica, con su sentido del derecho heredado de la antigüedad, con su culto de la belleza afinado desde hace siglos, con la preocupación de la verdad y la justicia fundados sobre una experiencia milenaria”. Es decir, reconocer la realidad ni es confesionalismo ni es fundamentalismo. Es, sencillamente, eso: reconocer la realidad.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana