La crisis que este tiempo sacude y agita al viejo continente no es, desde luego, un fenómeno repentino. Se ha venido mascando desde largas décadas y coincide, de alguna manera, con la victoria de la economía y las finanzas sobre el derecho. La justicia se ha puesto al servicio de la técnica y la equidad al socaire de la racionalidad económica. En efecto, un proyecto cultural, el europeo, que nació para garantizar la libertad y la solidaridad está siendo desnaturalizado a marchas forzadas. Hasta el punto de que muchos millones de ciudadanos europeos eurobarómetro a eurobarómetro siguen expresando su profundo descontento con las instituciones y la política comunitaria.
Europa, trasunto del primado del humanismo, la razón y la solidaridad, se ha rendido a los encantos del capitalismo salvaje. La macroeconomía y sus principales elementos: el presupuesto, la prima de riesgo, los balance o el déficit, son los auténticos dueños de la escena. De los derechos de las personas casi no se habla como no sea para mercadear con ellos y obtener réditos políticos. Se juega con las personas, con su calidad de vida, porque lo importante es sacar pecho con unos buenos resultados económicos que, por cierto, no llegan. La factura de la crisis la pagan los que menos tienen que ver con sus causas.
Europa ya no es esa gran civilización que antaño iluminaba los deseos y aspiraciones de libertad y de progreso de tantos pueblos de la tierra. Ahora está rendida ante dogmas económicos y financieros que manejan esos nuevos especialistas de la jerga tecnoestructural que, pase lo que pase, siempre quedan en el vértice y, de paso, ordeñan y exprimen instituciones y corporaciones económicas y financieras en su propio beneficio.
El Estado de bienestar, nacido y desarrollado en el viejo continente, y exportado a tantas naciones del globo, ha quedado preso de la dimensión estática. En lugar de concebir la ayuda social para la liberación de las energías surgidas de las iniciativas de la sociedad, y apara subvenir a quien realmente lo precisa, se convirtió en un fin en sí mismo, en un colosal instrumento de dominación ciudadana, alcanzando alucinantes cotas de clientelismo.
La economía, que es un medio para el libre y digno desarrollo de los pueblos y las personas, se convirtió en un fin. En un fin del que no pocos poderes financieros y políticos, hábilmente aliados con los poderes mediáticos, han terminado por orquestar una fenomenal maquinaria de lucro y dominación como pocas veces hemos conocido.
Así las cosas, cuándo se reclama que Europa recupere su personalidad y deje de ser el entramado de los gobiernos nacionales en que se ha convertido, simplemente se postula que los derechos humanos vuelvan a brillar con luz propia. Que el Estado de Derecho, otro gran producto de la cultura europea, vuelva a campear con todas sus consecuencias. No puede ser que los nuevos dogmas de la tecnoestructura dominante de Bruselas condicionen las Constituciones nacionales. No puede ser que el Estado de partidos en que se ha tornado nuestro sistema político siga ahogando la legítima participación de la sociedad.
Precisamos reformas de calado, no sólo económicas y financieras. Precisamos  que se recupere la separación de los poderes, necesitamos que el primado de los derechos fundamentales no sea una utopía y, sobre todo que el poder, cualquiera que sea su naturaleza, pueda ser controlado por instituciones independientes.
Europa ya no tiene, es lógico, el peso y la influencia de otros tiempos. Estamos perdiendo a borbotones la sensibilidad social que en el pasado animó a tantas personas a grandes gestas y a magníficos compromiso de servicio a la sociedad. Sin embargo, a pesar de los pesares, a pesar de que ahora otras partes del mundo lideren los cambios y la lucha por la libertad, podemos volver a ser lo que somos. Eso sí, siempre que la sociedad se despierte del sueño de conformismo y pesimismo en que está inmersa. Casi nada.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es