La crisis global provocada por la pandemia del coronavirus nos invita a reflexionar sobre la necesidad de una regulación global y sobre la aplicación de los principios de transparencia, racionalidad o buena administración desde una dimensión universal. No es suficiente ya la regulación nacional o la jurisprudencia de los distintos poderes judiciales estatales en punto a los principios generales del derecho. Ha llegado el momento de responder globalmente ante una crisis que es global. Para ello es menester caer en la cuenta de que los Ordenamientos jurídicos internos de los diferentes países han de articularse con un nuevo orden jurídico general en el que los postulados del Estado de derecho brillen con luz propia. En otras palabras, los estándares de lo que es un buen gobierno deben quedar esculpidas normativamente a nivel global para que alguna autoridad global, con amparo en una constitución global, pueda actuar para evitar obvios y lacerantes ataques a la dignidad de las personas, en especial a los mayores y con graves patologías, tal y como comprobamos estos días en diferentes latitudes.
 
El fracaso de Naciones Unidas como institución universal debe conducir a su urgente reforma. Estos días ni siquiera el consejo de seguridad se ha reunido ante la peor crisis mundial que se recuerda desde la Segunda Guerra Mundial. El sistema de veto es anacrónico y expresa, además, las limitaciones de la visión unilateral. Se toleran desmanes y atentados claros a los derechos humanos y se reacciona desde la oportunidad y el cálculo y no desde el compromiso radical con la defensa, protección y promoción de la dignidad humana. La gobernanza global, pública o privada, precisa de regulaciones basadas en principios de derecho. La eficacia y la eficiencia como parámetros absolutos han traído consigo una crisis económica de proporciones todavía desconocidas.
 
Efectivamente, los principios de derecho, que tienen validez universal, global, y que son la encarnación de la justicia, han sido desplazados por los mitos de la eficacia o de la eficiencia, de la dominación mundial. Junto a ellos ha surgido una peligrosa obsesión por el dinero y el poder que ha terminado por hacer del derecho, en muchas partes del mundo, no solo en las terminales del poder financiero, un instrumento que se puede manejar al libre albedrío, sea del poder económico o del poder político de turno. Así, de esta manera, el derecho ha sucumbido en buena parte del mundo a los embates de los poderosos, convirtiéndose, en lugar de la aspiración a la justicia, en la prolongación del mismo poder que aherroja.
 
Los principios de buena fe, racionalidad, proporcionalidad, trasparencia, hoy tan reclamados por buena parte de los líderes políticos, como preteridos precisamente en la crisis del coronavirus, son las bases del nuevo orden jurídico global que se debe construir. Se celebra un nuevo aniversario de la declaración universal de los derechos humanos todos los 10 de diciembre y casi nadie saca a relucir la realidad de lo que ocurre, porque tal cosa podría contrariar el tren de vida de esos poderosos que se han acostumbrado nada menos que a vivir, y nada mal, de los grandes principios fundantes del pensamiento democrático, mientras millones y millones de personas apenas cuentan para nada, tal y como hoy refleja la amarga realidad que estamos viviendo en todo el mundo salvo donde se perfilan y diseñan malvadas operaciones de control y dominio global.
 
Cuando los principios de derecho están presentes en el diseño, itinerario, aplicación e interpretación de las normas jurídicas, éstas tienen sentido, son congruentes y se ordenan a alcanzar criterios de justicia. Los principios son, lo ha dicho el Tribunal Supremo español, el oxígeno, la atmósfera que deben respirar las normas. Por eso, la regulación global que ha de venir debe partir de estos principios para evitar que se vuelva a repetir lo que ha pasado.
 
Pedir regulación global es reclamar una mejor y de más calidad tarea de prevención de los riesgos de cualquier naturaleza: sanitarios, climáticos, financieros, agrarios, pesqueros, ganaderos, industriales…. una más adecuada supervisión y control del sistema financiero universal, hoy todavía capturado por quienes todos sabemos. Mientras los partidos sigan teniendo en sus manos el control del poder judicial y de los órganos reguladores no es posible avanzar. En el mismo sentido, mientras el poder económico no se detenga en su desmedido afán por privatizar el interés general, poco podrá hacerse. Los principios de derecho, para informar el orden jurídico global, precisan de una tarea de despolitización de la vida jurídica y social y de un constante trabajo de desmercantilización del interés general.
 
Tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible. He aquí una vieja fórmula que vuelve a la actualidad. Que el capitalismo radical se haya derrumbado no quiere decir que volvamos a modelos radicales de otro signo claramente opuesto. De lo que se trata probablemente es de aprender lo que significa el concepto de libertad solidaria. Esperemos que así sea.