La realidad por la que transita hoy el viejo continente se caracteriza, por escribirlo brevemente, por la gran mitificación de lo económico, de lo técnico, de lo funcional. El futuro que representa la juventud se resquebraja pues los nacimientos descienden a un ritmo alarmante mientras la racionalidad económica domina los hogares de tantos millones de europeos que sueñan con más bienestar material, con mayor poder adquisitivo y con mayor confort. Ciertamente, se trata de cuestiones que de plantearse complementariamente con la dimensión ética de la vida humana, el ritmo del desarrollo sería seguramente más equilibrado porque lo económico y lo moral son realidades llamadas a vivir en armonía.
 
Europa, la civilización de la libertad y la solidaridad, apuntalada sobre el derecho romano, el pensamiento griego y la solidaridad cristiana pierde a borbotones sus señas de identidad. El Estado de Derecho basado sobre el principio de juridicidad, la separación de poderes y el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, se tambalea mientras aparece un nuevo régimen que amenaza el bienestar integral de las mayorías a manos de minorías que aliadas con determinados poderes económicos y mediáticos intentan imponer un pensamiento único que no duda expulsar del espacio de la deliberación pública todo lo que no se arrodille ante sus dictados.
 
Europa parece vacía, hueca por dentro, renuncia a sus valores y busca desesperadamente en el dinero, el poder o la notoriedad su nueva tarjeta de presentación. Cómo señaló en 2001 el entonces cardenal Ratzinger, una de las mentes más preclaras de este tiempo, Europa parece paralizada por una mortal crisis circulatoria, forzada a someterse a trasplantes que anulan su identidad.  Trasplantes que vienen de la mística asiática, de la América precolombina, del Islam, del neomarxismo o de los nuevos materialismos que hacen de la persona un objeto de usar y tirar.
 
Por eso, no está de más recordar que Adenauer, Schuman o De Gasperi pensaban que el fundamento de la integración europea se encontraba en ese patrimonio cultural que había edificado el solar europeo durante bastantes siglos. Cómo recuerda Ratzinger, para los fundadores estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado las dictaduras de Hitler y de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo de la trascendencia, en el mundo nuevo que surgiría del dogmatismo de la propia ideología.
 
El tiempo demostró que estas ideologías cerradas fracasaron dejando una estela de muerte y de corrupción sin precedentes. Hoy, quizás de manera más imperceptible, resulta que la nueva ideología, la exaltación de la racionalidad técnica y económica, poco a poco va minando los rasgos morales de una civilización que encontraba en la centralidad de la persona y sus derechos inalienables el sentido y su fundamento mismo. Mientras tanto, seguimos basando la integración europea única y exclusivamente en el elemento económico, olvidando la gran cuestión: los pilares espirituales propios de la comunidad europea. Claro, así nos va.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.