La vieja y enferma Europa se queda poco a poco sin ciudadanos. Los índices de natalidad, de todos conocidos, ya no garantizan el recambio generacional. Y, sin embargo, salgo algunas políticas instaladas en los países del Norte, que vieron venir el problema, el grado de consumismo insolidario que caracteriza nuestras sociedades impide contemplar un dramático problema que de no atajarse terminará por borrar del mapa toda una civilización que se ha entregado completamente al individualismo olvidando las más elementales exigencias de la solidaridad social.
 
En este contexto conviene recordar lo que no hace muchos años decía el premio Nobel en economía  Gary Becker sobre las relaciones entre la natalidad y la innovación. Para este profesor el dato que caracteriza el acontecimiento demográfico más relevante del siglo pasado y del principio de éste es precisamente el creciente descenso de los índices de natalidad en los países desarrollados. Es más, en setenta países que representan más de la mitad de la población mundial, la fecundidad está por debajo de 2,1 hijos por mujer, justo el mínimo para garantizar el recambio generacional. En China, Italia, Rusia o España todavía el índice es más bajo: poco más de un hijo por mujer. El más bajo es Hong Khong, con menos de uno.
 
Becker señala algo que debiera hacernos reflexionar para salir del marasmo en el que estamos instalados desde hace tiempo. Cuándo un país tiene una tasa inferior al nivel de reemplazo ha de acudir a la inmigración. Japón y Rusia, además de su baja natalidad, ponen límites a la inmigración. Se calcula, según el Banco Mundial, que en 2050, de seguir esta tendencia, Rusia se quedará en 100 millones, justo el 25 % de su población actual. En este contexto, aparece una razonable preocupación de los dirigentes por fomentar la natalidad como lo pone de relieve las subvenciones a las familias con hijos, los permisos de paternidad y los planes especiales.
 
Una de las consecuencias de la baja natalidad y del aumento de esperanza de vida es, lógicamente, el descenso de la población activa para mantener los sistemas de pensiones. Para aliviar este problema,  Becker sugiere fomentar  planes de pensión privados ya que “rompería la conexión entre impuestos y pensiones de jubilación y reduciría las consecuencias negativas de disponer de menos trabajadores que jubilados”. Algo que no debiera ser tan incentivado si el gasto público fuera razonable y no estuviera tan comprometido con estructuras administrativas innecesarias, con personal de naturaleza política superfluo y con operaciones de intervención social dirigidas al control de la sociedad. Es decir, si el gasto público estuviera diseñado en función de la dignidad del ser humano y de sus necesidades básicas, seguramente no haría falta lanzar a los cuatro vientos, como hacen los responsables económicos de tantos gobiernos, las excelencias de estos planes de pensiones privados.
 
Para Becker, una consecuencia de la baja natalidad de la que raramente se trata es el descenso de la innovación “porque disminuye la gran mayoría de nuevas ideas procedentes de científicos e inventores menores de cincuenta años o más jóvenes”. Es decir, “la innovaciones requieren un esfuerzo inicial intenso en I+ D, profesionales de alto nivel y capital. Estos costes sólo rentables cuándo las demandas de nuevos productos e ideas son suficientemente grandes. La magnitud de la demanda depende de la renta por habitante pero también del número de personas que se puedan beneficiar de los nuevos bienes de consumo, de los avances médicos, etc. Esto depende del tamaño de la población, y posiblemente también de su distribución por edades”.
 
Así, cuándo se cita la contaminación como efecto negativo del aumento de la población, se olvida que ordinariamente la solución pasa precisamente por el crecimiento demográfico.” Una población más grande refuerza los incentivos para innovar, lo que incluye las innovaciones para reducir la contaminación o los efectos negativos que surjan”.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana