En la actualidad, en un mundo en profunda crisis y acelerada transformación, la corrupción golpea con fuerza la credibilidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía en la actividad pública. Es verdad, en el presente la corrupción sigue omnipresente sin que aparentemente seamos capaces de expulsarla de las prácticas políticas y administrativas. Se promulgan leyes y leyes, se aprueban códigos y códigos, pero ahí está, desafiante y altiva, uno de los principales flagelos que impide el primado de los derechos fundamentales de la persona y, por ende, la supremacía del interés general sobre el interés particular. Ante nosotros, con nuevos bríos y nuevas manifestaciones, de nuevo la corrupción, amparada, es una pena, por una legión de políticos y administradores que han hecho del enriquecimiento económico y la impunidad un modus vivendi prácticamente inexpugnable. En España, según la última entrega del CIS acaba de subir ocho puntos y ya para casi el 50% de la población es uno de nuestros principales problemas.
La corrupción política, bien lo sabemos, supone un atentado grave a la misma esencia del servicio público en la medida que supone que el funcionario o el político deliberadamente traicionan el sentido de la gestión objetiva de los intereses. En estos casos se produce, por tanto, una conversión del interés general en interés personal. Esa es su malicia y su peligro en un mundo en el que una de las máximas es que las empresas ganen cuanto más dinero mejor en el más breve plazo de tiempo posible y, en el ámbito político, que los partidos obtengan el mayor número de votos por el procedimiento que sea. En ambos casos, el fin justifica los medios y, entonces, todo, absolutamente todo, vale.
Si admitimos la existencia de un derecho fundamental de la persona, un derecho humano a una buena Administración pública, caracterizada por la justicia, la equidad, la imparcialidad y la racionalidad, entonces la perspectiva de análisis de la corrupción va a depender del grado de percepción social de este fenómenos y de las posibilidades reales de reacción general de la ciudadanía ante los ilícitos penales y administrativos que se perpetren, por acción u omisión, en la actuación de los funcionarios públicos y autoridades políticas. Este es, me parece, la dimensión fundamental del problema. Si el pueblo no tolera la corrupción, la batalla estará ganada, tarde o temprano. Pero si la corrupción no es más que el reflejo de una sociedad enferma, entonces la medicina no es sencilla y es menester que crezca el temple y cultura cívica de la ciudadanía, al final la destinataria de las políticas públicas.
La corrupción también ha sido el resultado, comprobado a lo largo de la historia, de anteponer la fuerza al Derecho. La idea de que el poder debe estar al servicio de los derechos de los ciudadanos y de que el poder tiene límites es presupuesto necesario del Estado de Derecho, modelo político y cultural en el que la fuerza y el poder siempre están sometidos al Derecho, al principio de juridicidad, nunca por encima de él.
La corrupción ha aumentado en los últimos tiempos a causa de los problemas de financiación de los partidos políticos y debido al aumento de la discrecionalidad administrativa, especialmente en materia de contratación administrativa y de urbanismo. Hoy lamentablemente se tolera la llamada «corrupción blanca» para fines personales y la «gris» para el partido o el grupo al que se pertenece. Además, la fragilidad de las leyes de incompatibilidades, la proliferación de normas y normas, la falta de compromiso de los dirigentes, y la prevalencia de la eficacia en la Administración pública sobre el servicio, son factores que facilitan esta temible cultura de la corrupción.
Cuando se trata de controles, hay que ser conscientes que también pueden existir controles generadores de corrupción. En efecto, el informe Dankert relativo al fraude existente en la Unión Europea de hace ya algunos años, todavía lamentablemente de actualidad, concluye que, en buena parte, la corrupción se produce porque, entre otras razones, quienes conceden las subvenciones y quienes las controlan proceden en algunos casos de los mismos ambientes o círculos que los propios beneficiarios de esas ayudas.
Otra de las causas que más se han tratado como causas de la corrupción es el crecimiento de la discrecionalidad administrativa. La cuestión reside en saber utilizar estos poderes al servicio objetivo del interés general en un contexto de la preeminencia del interés general. Con independencia de las técnicas jurídicas, bien conocidas, de control de la discrecionalidad, interesa destacar que la principal arma contra el ejercicio abusivo de la discrecionalidad es la integridad personal.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana