Sin entrar en honduras, sí que podemos considerar como uno de los factores que determinaron el fatal desenlace de la República, el fracaso de las políticas centristas en esta época. Como es sabido, Madariaga hizo un diagnóstico preciso de esa situación cuando advertía del peligro de que a la radicalidad de la izquierda se diera una respuesta semejante desde la derecha, expresando la necesidad tan sentida, cada vez con más apremio, de organizar un centro político: ¿No habrá quienes desde el Gobierno o desde ambos sitios a la vez se preguntaba Madariaga, pongan manos a la obra, enrolando y comprometiendo en ella a la masa neutra española?.
“Ahora” –uno de los medios de comunicación de mayor difusión entre los de su época- expresaba el fracaso de su postura moderada, conciliadora y de consenso entre los dos campos en que se había dividido fatalmente la política española, calificándola como “la tragedia de todo el que se esfuerza en mantenerse en una actitud comedida y serena en un país como el nuestro, que ama los extremismos desaforados y mira con suspicacia todo término medio”.
Madariaga observaba que izquierda y derecha eran, y todavía lo son en tantas cosas, posiciones extremas y dogmáticas. Como tales, ambas ideologías no representaban ninguna relación adecuada entre la política y la realidad española, y sólo eran, en opinión del insigne coruñés, pasión activa y militante en cuanto a su extremismo y pasión intelectualizada en cuanto a su dogmatismo, siendo la izquierda nada más que una imagen de la derecha, una figura simétrica que la reproduce con toda fidelidad, aunque, claro está, en actitud contraria.
En un pasado más reciente –presente todavía por cuanto algunos de sus protagonistas se encuentran entre nosotros, aunque nos hallamos en otro ciclo histórico, podríamos encontrar aportaciones no sistematizadas como las contenidas en “Cuadernos para el Diálogo”.
Una aproximación más elaborada al pensamiento centrista la hallamos en la “Teoría del centro”, de Manuel Fraga, expresada públicamente en 1973. Su relectura es ilustrativa -implícitamente- de las coordenadas políticas y el marco social de aquellos años. Efectivamente, encontramos allí la preocupación por una conflictividad creciente en las sociedades desarrolladas, que encuentra manifestaciones en todos los campos, el social, el laboral, el político, el cultural. Particularmente se siente presente en este libro la preocupación por la conflictividad juvenil -y el encaje generacional- que se había manifestado espectacularmente en mayo de 1968. Pero la atención no queda simplemente ahí, sino que se observan también, en ese momento, los problemas derivados del desarrollo económico y las insatisfacciones que lo acompañan, se alude al impacto mediambiental de la industria, el dominio económico de las grandes potencias a través de las grandes corporaciones, al enfrentamiento latente en la llamada “guerra fría”, los conflictos bélicos regionales…
En la España de aquel tiempo encontramos, además de los problemas genéricos de una sociedad encuadrada cultural y vitalmente en el marco de las sociedades occidentales, de la predominancia absoluta de la derecha, entendida como posición conservadora -conservatismo tecnocrático-, o mejor cabría decir inmovilista o reaccionaria, la aguda polarización ideológica, que junto a la imposibilidad de expresión para la gran mayoría de los españoles, alimentaba la esperanza de abrir cauces a través del voto, y planteaba la necesidad de emprender la vía de las reformas para realizar la necesaria transición política, esa intuición preconizada ya -en la medida en que tal cosa era posible en la época- en otros escritos coetáneos del mismo autor.
La aportación intelectual de Manuel Fraga, en este terreno, es a mi juicio innegable y muy valiosa, por más que algunos, cicateramente, pretendan negársela, o que otros, obsequiosamente, la ensalcen sin conocerla.
Si la teoría del centro de Fraga fue un aldabonazo pronto reducido al silencio en un territorio político viciado, el centro político saltó al primer plano con la creación y el papel desempeñado por la Unión de centro Democrático (UCD). La UCD fue un partido centrista. Efectivamente , creo que debe calificarse así porque en él confluyeron los rasgos siguientes. El moderantismo, o la moderación, que era resultado de una exigencia social que sus impulsores supieron apreciar desde el principio y que constituyó uno de los elementos fundamentales de su éxito electoral, aparte de otras circunstancias políticas obvias. El reformismo, actitud con la que también se estableció una conexión con el sentir general del electorado preocupado por realizar una transición sin traumas ni experiencias aventuradas.
Cierto que los demás partidos -prácticamente todos los del arco político- asumieron mal que bien esas mismas pautas de conducta que posibilitaron la realización de aquellos tres pactos a los que se refiere Antonio Fontán -el pacto social, el pacto político y el pacto territorial-, aunque el protagonismo y el impulso, sea por las circunstancias históricas sea por la capacidad de sus líderes, correspondió a UCD.
A esos dos carriles por los que discurrió la política centrista de la transición debe añadirse como valor fundamental el talante, particularmente de su líder (Adolfo Suárez), que permanece en la conciencia de los españoles como un estilo de hacer política eminentemente democrático y dialogante.
Sin embargo la UCD presentó su principal deficiencia como partido de centro, no en la política que desarrolló, ni en los ejes de su política, sino en su misma constitución como partido. Posiblemente la UCD no fue capaz de superar su propia “debilidad ideológica”. Como ha señalado Javier Tusell, en el centrismo de la UCD no hubo un ideario articulado que guiara la acción, ni una concepción clara en la necesaria articulación de la estructura del partido. Además, es posible que la formación de la UCD respondiera, por supuesto a las condiciones personales de su líder, pero también a lo que podríamos denominar centrismo táctico, es decir a la confluencia en un grupo político de los sectores moderados de distintos grupos y facciones, que pretendían evitar un enfrentamiento visceral entre posturas que son de partida irreconciliables. De hecho, el consenso que se pudo articular con los de fuera no fue posible establecerlo dentro, y la pervivencia de las familias internas, de diversa procedencia ideológica, propicio el rompimiento de lo que en muchos aspectos puede considerarse como una coalición. El espacio de centro, para mayor abundamiento, fue absorbido paulatinamente por la progresiva y evidente moderación de los demás partidos políticos, abandonadas las retóricas radicales con que habían salido de la dictadura. Es el caso sin ir más lejos del PSOE de 1982.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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