Los antiguos, como se sabe, disponían de un sistema político en el que muchos, muchos ciudadanos participaban en algún momento de su vida, por supuesto temporalmente y no para las actividades de la res pública más relevantes, en la gestión administración de la cosa pública. Incluso para algunas de estas actividades se recurría al sorteo como sistema de selección. De esta forma gran parte de la ciudadanía, con el paso del tiempo, adquiría una cierta experiencia en el manejo de los asuntos públicos, encontrándose así en mejores condiciones de juzgar a los gestores y administradores de la res pública.
En este contexto, la realidad de la política, y sus peculiaridades no era ajena a los ciudadanos. Obviamente, hoy la política ha cambiado y se requieren para algunas actividades unos conocimientos y unas capacidades especiales. Quien lo puede dudar. Sin embargo, el que muchos ciudadanos asuman responsabilidades públicas en algún momento, evitando la tendencia, todavía presente, y de qué manera, de que siempre estén los mismos o sus afines en la rectoría de las cosas públicas, es algo bueno, muy bueno para la salud democrática y para una mejor comprensión por parte del pueblo de la actividad política.
La actividad política, con sus luces y  sus sombras, es actividad humana. Actividad humana que está en contacto, y a veces con mucha fuerza, con el poder y sus atributos. Si esa actividad es temporal y susceptible de ser ejercida por un buen número de personas, las ocasiones o tentaciones de uso indebido o impropio del poder descienden considerablemente. Pero si el poder es ejercido, en cualquiera de sus niveles, por las mismas personas o sus afines durante largo tiempo, es lógico que acaben por considerarse como una prolongación de la personalidad, casi como una condición natural de vida. De ahí al poder absoluto no hay más que un paso, tal y como comprobamos con sólo abrir un periódico y visionar un telediario en cualquier parte del mundo en el que exista libertad de información, por cierto cada vez más en entredicho.
La política es una actividad humana como otra cualquiera pero con una especial característica. Su razón de ser es la mejora de las condiciones de vida de las personas. Su ejercicio correcto puede coadyuvar a resolver muchos problemas de las personas en su dimensión colectiva. Cuando así se ejerce, ordinariamente no queda tiempo para determinados menesteres ajenos al servicio objetivo del interés general. Cuándo la cabeza, y la voluntad, se centran en la resolución de los problemas de la colectividad, en cómo mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, entonces, aparece la mentalidad abierta, la metodología del entendimiento y, por supuesto, la sensibilidad. La política, en este contexto, es incluso una actividad que llega a desgastar a quien así la ejerce.
Sin embargo, como bien sabemos, es posible otra forma de estar y de trabajar en política. En efecto, si se aspira a permanecer y a conservar el estatus, lo que hay que hacer, algunos son auténticos profesionales, es ganar, por diferentes procedimientos,  ciertas confianzas y lealtades inquebrantables. En este contexto, los problemas reales de las personas son secundarios porque lo primario y principal, además de disfrutar del beneplácito del líder, es tejer relaciones clientelares y de vasallaje bien sólidas.
Las encuestas que en este tiempo se dan a conocer acerca de la opinión de la ciudadanía acerca de los políticos y de la política son bien conocidas y no merecen mayores comentarios. En efecto, no se aprecia en los políticos ni en la política ejemplaridad y capacidad de liderazgo para salir de la aguda situación que padecemos. Más bien, lo que se percibe es su atrincheramiento en las burocracias hasta que termine la tormenta.
La regeneración política, tan cacareada como inédita, y la recuperación de los valores democráticos,  es cada vez más urgente. ¿Serán capaces estos políticos que nos han tocado en suerte en este momento de tomar conciencia de lo que pasa en el cuerpo social, y de una vez buscar un sincero acuerdo y entendimiento para que este país ocupe el lugar que por derecho propio le corresponde en el mundo?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es