Los romanos, como se sabe, disponían de un sistema político en el que muchos, muchos ciudadanos participaban en algún momento de su vida, por supuesto temporalmente y no para las actividades de la res pública más relevantes, en la gestión administración de la cosa pública. Incluso para algunas de estas actividades se recurría al sorteo como sistema de selección. De esta forma gran parte de la ciudadanía, con el paso del tiempo, adquiría una cierta experiencia en el manejo de los asuntos públicos, encontrándose así en mejores condiciones de juzgar a los gestores y administradores de la res pública.

En este contexto, la realidad de la política, y sus peculiaridades no era ajena a los ciudadanos. Obviamente, hoy la política ha cambiado sustancialmente y se requieren para algunas actividades unos conocimientos y unas capacidades especiales, quien lo puede dudar. Sin embargo, el que muchos ciudadanos asuman responsabilidades públicas en algún momento, evitando la tendencia, todavía presente, y de qué manera, de que siempre estén los mismos o sus afines en la rectoría de las cosas públicas, es algo bueno, muy bueno para la salud democrática y para una mejor comprensión por parte del pueblo de la actividad política.
La actividad política, con sus luces y  sus sombras, es actividad humana. Actividad humana que está en contacto, y a veces con mucha fuerza, con el poder y sus atributos. Si esa actividad es temporal y susceptible de ser ejercida por un buen número de personas, las ocasiones o tentaciones de uso indebido o impropio del poder descienden considerablemente. Pero si el poder es ejercido, en cualquiera de sus niveles, por las mismas personas o sus afines durante largo tiempo, es lógico que acaben por considerarse como una prolongación de la personalidad, casi como una condición natural de vida. De ahí al poder absoluto no hay más que un paso, tal y como comprobamos con sólo abrir un periódico y visionar un telediario en cualquier parte del mundo en el que exista libertad de información, por cierto cada vez más en entredicho.
La política es una actividad humana como otra cualquiera pero con una especial característica. Su razón de ser es la mejora de las condiciones de vida de las personas. Su ejercicio correcto puede coadyuvar a resolver muchos problemas de las personas en su dimensión colectiva. Cuando así se ejerce, ordinariamente no queda tiempo para determinados menesteres ajenos al servicio objetivo del interés general. Cuándo la cabeza, y la voluntad, se centran en la resolución de los problemas de la colectividad, en cómo mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, entonces, aparece la mentalidad abierta, la metodología del entendimiento y, por supuesto, la sensibilidad. La política, en este contexto, es incluso una actividad que llega a desgastar a quien así la ejerce.
Sin embargo, como bien sabemos, es posible otra forma de estar y de trabajar en política. En efecto, si se aspira a permanecer y a conservar el estatus, lo que hay que hacer, algunos son auténticos profesionales, es obtener ciertas confianzas y lealtades digamos inquebrantables. Los problemas reales de las personas todo lo más se convierten en el expediente para, de cuando en vez, bajar a la arena. Lo importante para quien desee ingresar a estos espacios  es plegarse y someterse a una ciega docilidad olvidando ideas o compromisos que probablemente en otro tiempo hayan animado a la actividad política.
Las encuestas que en este tiempo se dan a conocer acerca de la opinión de la ciudadanía acerca de los políticos y de la actividad de la política son bien conocidas y no merecen mayores comentarios. Estos días hemos conocido una nueva encuesta del CIS que ratifica lo escrito. A día de hoy, especialmente en una época de lacerante crisis económica, no se aprecia en los políticos ni en la política ejemplaridad y capacidad de liderazgo para salir de la aguda situación que padecemos. Más bien, lo que se percibe es su atrincheramiento en las burocracias hasta que pase el temporal. El problema, sin embargo, es que este temporal es un gran huracán que se va a llevar por delante también las estructuras innecesarias y superfluas que hoy caracterizan sobremanera la organización de no pocas instituciones que sobreviven con fondos públicos. La regeneración política y la recuperación de los valores democráticos es cada vez más urgente. De lo contrario, veremos, y sufriremos, situaciones que pensábamos superadas pero que resucitan por mor de la ausencia de sólidos compromisos cívicos.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es