Se cumplen cien años de unos de los acontecimientos más relevantes de la historia contemporánea. La “revolución” bolchevique de 1917, más un golpe de estado de una minoría que una revolución, cambió el mundo y produjo, como todas las operaciones de ruptura, agudas y dolorosas consecuencias, sobre todo para millones de personas, que fueron sencillamente eliminadas de la faz de la tierra. No hay más que leer ese estudio realizado hace unos años en la Sorbona, el llamado libro negro del comunismo, que cifra en veinte millones de muertos las víctimas mortales del comunismo, para calibrar, aunque pueda ser una cifra exagerada,, la moralidad de una operación de muerte y devastación que fue precedida efectivamente por las excesos del zarismo.
El centenario de la revolución rusa, que está pasando sin pena ni gloria, invita a reflexionar acerca del sentido de las revoluciones y de lo que realmente han traído consigo. Rosa de Luxemburgo, una de las socialistas más renombradas de las primeras décadas del siglo XX, fue militante primero de la liga espartaquista y después del partido comunista, falleció asesinada en 1919 tras el levantamiento espartaquista reprimido por las fuerzas paramilitares, y escribió un interesante libro sobre la revolución de 1917 con prólogo nada menos que de Hannah Arendt que se redita este año.
La historia de este libro, inicialmente destinado como artículo para una publicación periódica, es revelador porque en el Rosa Luxemburgo aborda críticamente los primeros tiempos de la revolución comunista. Luxemburgo afirma que el partido de Lenin y Trotski fue el único que realmente aplicó la ortodoxia socialista y que las decisiones adoptadas en el Tratado de Brest-Litovsk en 1918 abrieron la puerta a un nefasto reparto de tierras y al apogeo de esa autodeterminación que años más tarde condujeron a la muerte de Rusia como Estado-nación.
Sin embargo, lo que más llama la atención de la revolución para Rosa Luxemburgo es la generalización del régimen del terror, la laminación de las garantías democráticas y el drástico recorte que sufrieron libertades tan relevantes como la libertad de expresión, la libertad de prensa y los derechos de asociación y de reunión. Lenin y Stalin solo jugaron con los soviets, dice, y, es lo más grave, concibieron la libertad solo para los miembros del partido.
Viniendo de quien vienen estas críticas, son especialmente elocuentes en un momento en el que los nuevos comunistas, disfrazados ahora bajo toda suerte de pelajes populistas y demagógicos, aparecen en parlamentos y en algunos gobiernos, provocando una pobreza y miseria general y buscando obsesivamente perpetuación en el poder.
En efecto, el comunismo, el marxismo, no ha desaparecido. De ninguna manera. Me atrevería a decir que está más activo que nunca. Ahora bajo otras estrategias, bajo otras tácticas, bajo otras fórmulas. Opera no sólo en el marco de los movimientos antiglobalización o antisistema. Fundamentalmente su campo de acción es de la cultura, el de la instauración, de nuevo, del pensamiento ideológico, de la división social, del enfrentamiento civil. Con un solo objetivo: llegar al poder o permanecer en él como sea. Ahí está la historia para quien quiera consultarla y aquí los tenemos de nuevo, bajo la máscara del odio y el resentimiento, sus principales señales de identidad.
Por eso, recordar lo que Rosa Luxemburgo escribió en su reflexión sobre la revolución de 1917, es imprescindible en este tiempo: “La vida pública de los países con libertad limitada es tan pobre, tan rígida y tan esteril precisamente porque al convertir la democracia en algo excluyente, cierra las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espirituales”, Rosa Luxemburgo dixit.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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