La separación entre lo verdaderamente bueno y lo políticamente correcto manifiesta la profunda fractura que ha producido en la vida social la sublimación de la razón técnica. Entre otras razones, porque es prácticamente imposible la neutralidad moral en la ordenación de la vida pública. Lo estamos viviendo, y sufriendo, a diario. Ahora, con ocasión de la pandemia a raiz de la deriva totalitaria que se cierne sobre nosotros. Por eso, es necesario que se humanicen la razón técnica y la razón política, hoy secuestradas por esas tecnoestructuras dominantes que agostan la vitalidad de las iniciativas sociales.
La denominada “posmodernidad” ha fracasado si nos atenemos a la incidencia de los avances científicos y técnicos en la calidad de vida de tantos millones de habitantes del planeta. Una manifestación de ese fracaso es su expresión profundamente antihumanista marcada por la renuncia sistemática a los grandes ideales, por el conformismo y, por la entrega rendida ante los ídolos que hoy reinan y gobiernan el mundo a base de una colosal operación de manipulación y control social. El imperialismo de la técnica, que desprecia el humanismo y las humanidades, ha ido, poco a poco, socavando los fundamentos de un orden social, político y económico que ha terminado por justificar lo injustificable: el mercadeo y la transacción con la dignidad del ser humano. O, lo que es lo mismo, el uso, con ocasión y sin ella, de las personas, que se consideran objetos de usar y tirar, al servicio del poder y del dinero.
En este contexto cobran una especial relevancia las Humanidades. Desgraciadamente, el interés general por la literatura, la historia, la filosofía, la teoría de la ciencia o el arte es escaso. Mientras, el interés se centra en los escándalos políticos, en la libre manifestación de la intimidad de los famosos y, sobre todo, en la dependencia acrítica de las redes sociales y lo que en ellas se ofrece para el consumo adictivo cotidiano de millones de personas.
El abandono de las Humanidades ha ido parejo con la inhibición de la gente de sus responsabilidades en la conformación del escenario público. Es lógico porque las Humanidades facilitan esa aproximación crítica a la realidad social, constituyen un foco permanente de cultura, nos recuerdan nuestra deuda con el pasado e inspiran nuestra creatividad.
Por eso, debemos tomarnos más en serio las energías latentes en la sociedad y asumir el dinamismo vital del mundo de la realidad, del mundo de la cultura. Por eso, constatar que el profesor que triunfa en la universidad es el burócrata y que el poder desprecia a las personas ilustradas, cultivadas en el pensamiento crítico, hoy debería ayudarnos a reflexionar sobre la necesidad del gusto por el pensamiento, sobre el valor de las humanidades y la enseñanza de los clásicos.
Hoy, a la vista está, necesitamos recuperar el temple cívico y moral para que la democracia sea lo que debe ser, no es un instrumento al servicio de la razón técnica, del ansia de control y de la obsesión por el lucro. Precisamos un sistema de referencias personales y colectivas que partan de la centralidad del ser humano para evitar la marea de sumisiones y manipulaciones que hoy presenta el panorama cultural actual. La vuelta a las humanidades pienso que pueden ayudar a este renacimiento ético y moral cada vez más urgente y necesario.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana