En Francia se acaba de aprobar una Carta del Laicismo que deberá estar expuesta en todas sus escuelas públicas. Los principios del laicismo, señala dicha Carta, habrán de inculcarse desde el aula sin contestación alguna por parte de los alumnos. De nuevo, pues, el pensamiento único en su más genuina expresión.
En efecto, una corriente de laicismo animada por los círculos oficiales galos hace acto de presencia con gran fuerza en la escuela pública del país vecino. Se trata de una oleada de intransigencia, de intolerancia que no permite, que prohíbe, la dimensión pública de la expresión de la libertad religiosa, confinándose a los estrechos márgenes de la conciencia individual o del templo. Y es que laicismo no es laicidad.
Laicismo no es laicidad. Laicismo es lo contrario de la libertad. La laicidad consiste en el reconocimiento de que el orden espiritual y el orden civil discurren por itinerarios autónomos, tienen leyes propias, pero se entienden y relacionan, no desde el antagonismo o la confrontación, sino desde el respeto y la complementariedad. La laicidad es de origen cristiano y trae consigo la doctrina de la aconfesionalidad del Estado, entre nosotros de relevancia constitucional. La aconfesionalidad no significa, como les gustaría a algunos, persecución o agresión de la libertad religiosa, sino afirmación de que el Estado no dispone de religión oficial y que ha de ser neutral ante las diferentes y legítimas expresiones de la libertad en el plano espiritual. Es decir, un Estado aconfesional como el nuestro ha de promover, porque lo dice el artículo 9.2 y 10.1 dela Constitucióny porque lo enseña el sentido común, que todos los españoles podamos ejercer en libertad nuestras convicciones, con el único límite del orden público y el derecho a la intimidad de los otros. En otras palabras, el Estado tiene la obligación de disponer los medios que sean necesarios para garantizar el ejercicio de esta dimensión de la libertad atendiendo, como también dispone el artículo 16 dela Constitucióna las convicciones religiosas mayoritarias de la población, guste o no guste.
En este contexto, conviene recordar una sentencia del Consejo de Estado italiano de hace pocos años en relación con una orden administrativa de descolgar el crucifijo en un colegio público. En tal pronunciamiento, la máxima instancia judicial contencioso administrativa del país trasalpino señaló que la existencia de crucifijos en las escuelas no es la expresión de un hecho religioso, sino cultural, pues, en efecto, nadie podrá negar la trascendencia cultural y humana de la existencia del cristianismo. ¿Es que sería lógico quitar de una facultad de filosofía un busto de Sócrates o de Aristóteles?. ¿Es qué es posible desconocer que los valores del respeto a las ideas ajenas, de la justicia, de la igualdad, de la fraternidad, de la concordia o, por solo citar algunos, de la generosidad, no son de inspiración cristiana?. Pues bien, el crucifijo, aunque puede tener también sentido religioso, tiene para la generalidad una evidente significación humana que recuerda algunos de los más importantes valores hoy en crisis y que interesa recuperar para fundar esta sociedad desde una perspectiva más humana como pueden ser la justicia, el perdón, la austeridad o el desprendimiento y la libertad.
En fin, hoy, más que antes, es menester defender el ejercicio de la libertad, con pleno respeto a las ideas de los demás, aunque sean distintas a las nuestras. Los problemas de ausencia de libertad o de espacios para su ejercicio se curan con más libertad. Por eso, frente al vendaval de intolerancia que genera el pensamiento único, tenemos una gran oportunidad para vivir con mayor congruencia y hondura nuestra s convicciones y permitir que los demás hagan lo propio. Imponer desde el poder público una determinada forma de entender aspectos esenciales de la vida humana es, sencillamente, inaceptable.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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