Está muy extendido, quizás demasiado, que las convicciones, sobre todo las que se expresan en virtud de la libertad de expresión,  son peligrosas. En cambio, reporta pingües beneficios  estar  siempre del lado del poder, sea el que sea, orientarse al sol que más calienta, callar, ceder con ocasión y sin ella y, si es necesario, renunciar a los principios. Probablemente, la renuncia a las convicciones ha dado lugar a un panorama en el que se va agostando la perspectiva crítica, en el que todo tiene un precio, absolutamente todo, en el que todo es relativo, en el que el valor de las personas se mide por su éxito, mejor si es fulgurante, en el que, en efecto, la verdad no interesa porque puede complicar las cosas. Produce  más réditos simular, fingir, mirar para otro lado, evitar comprometerse. En una palabra, a base de arrodillarse sistemáticamente ante los nuevos ídolos, nos encontramos en un ambiente general en el que no es habitual encontrarse con personas acostumbradas a pensar por si mismas, en el que la crítica serena y razonable brilla por su ausencia y en el que, no pocas veces, las personas son objetos de usar y tirar. O se fustiga inmisericordemente al adversario, al que se insulta sin más, o se cantan las excelencias del que manda con ocasión o sin ella.
 
Quizás haya dibujado en el párrafo anterior un ambiente un tanto pesimista. Lo admito, pero no creo que esté demasiado alejado de la realidad que nos podemos encontrar en los viejos países de la vieja Europa. En lugar de que la educación transmita conocimientos y valores, enseña a ser ciudadanos en serie,  anima al conformismo, invita al consumismo y premia el individualismo insolidario. Por una razón bien clara: porque al poder no le interesa un sistema educativo serio. Prefiere una amalgama etérea en la que nadie sobresalga, en la que se prohíban las diferencias, sobre todo las que provienen del mérito, la capacidad y el esfuerzo. Por supuesto, las convicciones se proscriben porque, según dicen, nadie puede osar situarse en el plano de las verdades. A regañadientes, sólo en determinados supuestos, se admite que existen unos principios morales generales. Quizás porque sería muy fuerte la neutralidad ante la muerte de inocentes o ante el robo o la mentira por ejemplo.
 
Sin embargo, es menester recordar, parece mentira, que todo ser humano tiene derecho a pensar como quiera, como le venga en gana. Aunque su pensamiento sea minoritario y esté, como hoy ocurre, desprestigiado por los nuevos sacerdotes del espacio público. Hoy, qué curioso, prolifera una casta de personajes que se atribuyen, nada más y nada menos, que el monopolio de la certificación de la buena conducta cívica. El que no tenga la suerte de encontrarse en este selecto club, resulta que suele ser confinado al mundo de la conciencia individual o de la insalubridad social. Incluso estos oficiales de la nueva religión civil se atreven a proponer normas que impidan que quienes tienen y exponen convicciones puedan ingresar al espacio público. Un espacio público, por supuesto, en el que nadie debe salirse del carril único del que, por cierto, algunos, la minoría dirigente, obtienes pingües beneficios, también crematísticos.
 
Pues bien, frente a la dictadura del pensamiento único, frente al dominio de la unilateralidad, de la verticalidad, frente a la patrimonialización del espacio público, frente a la arbitrariedad, que como decía Locke es la expresión de la irracionalidad, es necesario volver a reclamar racionalidad, pluralismo, libertad y educación en valores. Pero no en forma de palabrería y retórica, de la que ya estamos algunos aburridos, sino de pluralismo real, de posibilidades reales de ejercicio de las libertades y de educación que  renuncie a formar en serie a los ciudadanos, futuros consumidores de los productos que vende el mercado del consumismo insolidario.
 
En mi opinión, estamos en un momento en que las convicciones son cada vez más relevantes, no sólo para comprender la realidad desde la centralidad de la persona, sino para aportar soluciones reales a los problemas reales de la gente. Necesitamos dirigentes comprometidos con las libertades, no tecnócratas dispuestos a que las cosas sigan igual con tal de que ellos continúen en la cúpula. Estamos en los albores de un cambio profundo en  Europa y, sin embargo, quienes han exprimido hasta el paroxismo la versión economicista del viejo continente, tiemblan ante lo que se nos puede venir encima. Va siendo hora de que el dominio de la técnica, de la racionalidad unilateral deje paso al pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, al triunfo del ser humano libre y solidario. Nada más y nada menos.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.jra@udc.es