“El relativismo, es decir el dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina, aparece como la única actitud a la altura de los tiempos. Se va construyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sitúa como cuestión última el ego y su voluntad” Estas atinadas palabras, que reflejan perfectamente un ambiente general en el que prende la nueva ideología dominante del relativismo son de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, uno de los más agudos y penetrantes pensadores del momento presente.
 
El relativismo es la gran amenaza que hoy se cierne sobre una sociedad adormilada por ese agresivo consumismo que termina por desgastar lo poco de pensamiento crítico que el sistema educativo proporciona. Todo vale lo mismo. La dignidad de la persona, en este contexto, acaba siendo moneda de cambio para los poderosos. No hay principios definitivos, todo es posible, desde la matanza de embriones hasta la declaración de no utilidad de determinados colectivos de seres humanos. La ley no es igual para todos porque al no existir reglas fijas, todo queda al albur de los cambios, casi siempre impuestos por los fuertes. En este contexto, los débiles, los que no tienen voz, los pobres y abandonados de este mundo acaban pagando el pato. Y los que tienen el poder acaban imponiendo sus criterios para todos, instalándose un peligroso pensamiento único que aplana el ambiente y domestica a quienes renuncian a su libertad a cambio de sobrevivir.
 
El relativismo es la peor de cuantas dictaduras imaginar su pueda. No hay reglas, es el imperio de la inseguridad jurídica. Un día convine leer de una determinada una ley, y así se hace. Otro día se decide alterar sustancialmente una institución social multisecular y no pasa nada porque el sistema se caracteriza por la unilateralidad,  por la manipulación y la exclusión del que piensa o tiene ideas propias. Se enarbola la bandera de la democracia tantas veces cuanto se mancilla a través de las más conocidas técnicas de control social, evitando la participación real o tergiversándola cuántas veces sea menester.
 
El relativismo está en alianza íntima con el maquiavelismo. Cómo no hay principios, el fin justifica los medios. Ni siquiera la persona tiene consideración de fin ya que lo relevante es el poder, el dinero o la fama. Para conseguirlos de la manera más rápida se puede mentir, su puede adular, se puede robar, todo está permitido. No pasa nada porque los nuevos dioses exigen una actitud sumisa incompatible con el pensamiento o la reflexión. El relativismo, curiosamente, se mueve  a base de órdenes, de consignas imperativas que provienen de los nuevos centros de poder. Proscribe todo principio, pero impone el más autoritario de los mandatos: no hay verdades, esta es la gran verdad, a la que, por cierto, se saca gran partido, también crematístico.
 
En fin, el relativismo es autoritarismo, es dominio de la eficacia, de la técnica y, sobre todo, es la muerte de toda reflexión ética. Reflexión que hoy, más que nunca, necesitamos porque no hay derecho a que esa versión plana, manipuladora e inhumana de la realidad se instale con tanta facilidad entre nosotros. ¿No le parece?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.