Tradicionalmente, cuándo se exponen las distintas posibilidades de la actuación administrativa, siempre se hace mención del fomento, de la policía y del servicio público. La actividad administrativa de policía se dirige al mantenimiento del orden público, la de servicio público a prestar determinados tareas orientadas al bienestar general de todos los ciudadanos y, finalmente, la actividad de fomento se circunscribe a la ayuda o auxilio económico para aquellos cometidos de interés general que realizan los ciudadanos.
 

En efecto, la técnica jurídica más frecuente en materia de fomento, como todo el mundo sabe, es la subvención. Institución dirigida a promover actividades de los particulares que se consideran de interés general, de interés para la comunidad. En realidad, la subvención tiene mucho que ver con la subsidiariedad. Y no sólo etimológicamente. Si la subsidiariedad consiste en que sea la propia sociedad la que fundamentalmente realice las principales supraindividuales, entonces, cuándo las iniciativas sociales con repercusión para el común presentan problemas de financiación, aparecen las subvenciones. Pensadas, no para tomar el control de la vida social como ha ocurrido en estos años de Estado estático de bienestar, sino, al contrario, para apoyar y estimular que sea la propia sociedad la que se articule a sí misma y preste servicios y actividades de interés general desde el espacio de la libertad solidaria.
La realidad, empero, ha demostrado que la subvención ha sido la principal arma para esa tarea de dominio social que ha dejado a tantas personas sometidas a los dictados de un consumismo insolidario incapacitadas para trabajar desde la libertad y la autonomía. En este contexto, no hay más que abrir cualquier periódico o boletín oficial para comprobar hasta qué punto, y de qué manera, han crecido las subvenciones en estos años. Al compás que aumentaba la sed de control de la sociedad por los dirigentes de las diferentes tecnoestructuras políticas, financieras y mediáticas.
Es más, el gasto público que sobra, que no es poco, se puede reducir drásticamente a base de racionalizar las subvenciones. Por una parte porque se han desbocado a causa de ese ansia de control y manipulación. Y, por otra, porque es menester romper con esa dependencia política que se ha forjado al calor de las más variadas subvenciones. Las subvenciones, en un Estado social y democrático de Derecho, tienen sentido para incentivar las energías que están latentes en la vida social. Se justifican en la medida en que fortalecen el tejido social y la pluralidad de tareas que se organizan en su seno para el fomento del interés general.
En este sentido, con la que está cayendo, teniendo en cuenta quien está pagando realmente la factura de la crisis, es urgente, muy urgente, un replanteamiento serio de las subvenciones sobre todo de aquellas que no van dirigidas a ayudar a que los más débiles y necesitados no se queden fuera del sistema social. El resto, sobre todo las que van a partidos, sindicatos, patronales, a  determinadas minorías y a toda suerte de actividades cuyo contenido social es dudoso por no escribir otra cosa, lo que hay que hacer es eliminarlas. Como también hay que eliminar el exceso de cargos, carguillos y carguetes que pueblan la geografía española y que son innecesarios se mire como se mire. Tato en los ejecutivos como en los parlamentos autonómicos.
En parte, el problema de desafección reinante en España entre ciudadanos y políticos, no hay más que ver la abstención en las últimas elecciones, empezaría a resolverse si se desmantelara ese compacto conglomerado de subvenciones ayudas y auxilios dirigidos, lisa y llanamente, a mantenerse, a como dé lugar y caiga quien caiga, en el poder. Una racionalización y análisis serio y objetivo de las subvenciones, además de ayudar sobremanera a reducir el gasto público, permitiría que, poco a poco, la sociedad civil llegue a ser lo que debe ser y no lo que ahora es. ¿O no?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es