En este tiempo de crisis, se escuchan recetas y diagnósticos de todas clases. Para unos, la solución está en la mano visible del Estado, mientras que para otros el camino que hay que seguir es el de la libertad económica sin más limitaciones que las que las que el propio mercado imponga. La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla, a menos que sigamos inmersos en esa gran farsa intelectual que es el pensamiento ideológico. Me explico, ni el mercado ni el Estado, por sí solos y ante sí mismos, pueden resolver todos los problemas económicos y financieros. Si algo nos enseña la crisis en que vivimos es que las solas fuerzas del mercado, sin razonables límites, conduce a una selva en la que, se comprueba ya en tantos países, mientras unos pocos acumulan más medios financieros los más ven lesionadas sus condiciones de vida.
En mi opinión, la senda a seguir la marca este viejo postulado de los liberales clásicos europeos: tanta libertad como sea posible y tanta intervención, hoy diríamos regulación, como sea menester. En otras palabras, el ejercicio de la libertad económica, que es el contexto ordinario de la actividad económica y financiera, requiere de condiciones de objetividad y solidaridad que sólo una regulación justa y adecuada puede garantizar. Del mismo modo, la actividad pública de regulación existe y se justifica en la medida en que proporciona esos estándares o patrones de justicia y adecuación que permiten al mercado cumplir la función que le es propia. La libertad económica al margen de la solidaridad es una farsa y sus consecuencias a la vista están. La libertad sin solidaridad no es verdadera libertad y la solidaridad sin libertad no es genuina solidaridad.
Aquella sentencia de Hegel de que el Estado es la encarnación de la idea ético ha fracasado como lo demuestra la experiencia europea del siglo pasado. Igualmente, la afirmación de los seguidores del mercado sin limitaciones, de que el mercado es la fuente y el fundamento de las libertades, ha sumido a los neoliberales en una aguda y profunda crisis. Si esto es así, como parece, la gran pregunta acerca de la funcionalidad y sentido de la regulación debe contestarse teniendo en cuenta precisamente el principio de subsidiariedad y el principio de solidaridad, dos de los principios de la Ética social y política más olvidados y preteridos en este tiempo.
En efecto, la regulación, como el mercado, no es un fin en si misma. Más bien, se trata de un medio que ha de estar diseñado para que el mercado pueda funcionar de la mejor manera posible, en condiciones de racionalidad, de proporcionalidad y de justicia. Es decir, para que el mercado no se rija por la ley de la selva y para evitar que circulen a su través todo un conjunto de artificios destinados al engaño y el fraude bajo las más sofisticadas formas de ingeniería virtual financiera.
Por tanto, la regulación ha de controlarse para que no surjan en su nombre más organismos públicos, más funcionarios y más reglamentos que conduzcan a transformar lo que es una actividad de vigilancia, control, verificación y supervisión, en una tarea más o menos sutil, de dirección y planificación de la entera actividad económica.
Un reciente documento del G-20 alerta acerca de este problema cuando señala que “aunque reconocemos la necesidad de mejorar la regulación del sector financiero, debemos evitar una sobrerregulación en los mercados, que podría el crecimiento económico y exacerbar la concentración de los flujos de capital en todo el mundo, incluyendo aquellos que se dirigen a los países en vías desarrollo”. El mercado no es un fin, la regulación tampoco. Son medios y como tales han de contemplarse en las normas jurídicas. De lo contrario seguiremos instalados en ese gran estigma intelectual de este tiempo que es el pensamiento bipolar y maniqueo que, por lo que se ve, todavía tiene muchos seguidores. Esperemos que por poco tiempo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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