En la antigua Grecia, junto a las escuelas y academias surgió en un determinado momento un tipo de personaje que se ganaba la vida bastante bien formando ordinariamente a los jóvenes de la nobleza o de alta alcurnia acerca de la manera de alcanzar el éxito en la vida, acerca de cómo alcanzar triunfos por doquier y la felicidad. La particularidad de este personal residió en que, adelantándose a Maquiavelo, enseñaban a alcanzar el éxito a cómo diera lugar, importando menos, o nada, los procedimientos o medios para alcanzarlo.
 
Es decir, frente a las enseñanzas socráticas, platónicas o aristotélicas, más centradas en la búsqueda de la verdad, para los sofistas lo relevante era alcanzar el placer, el éxito, la victoria. Es más, para ellos, la verdad, la búsqueda de la verdad no tenía más camino que el de la propia satisfacción personal, dejando de lado consideraciones solidarias. Ni que decir tiene que durante algún tiempo, normalmente coincidente con los períodos de decadencia, los sofistas y los sofismas cautivaron a los “progresistas” de aquel entonces.
 
Hoy, tantos siglos después, la historia se repite. Los nuevos sofistas, como en aquellos tiempos, son estos siniestros personajes que todo lo justifican, que todo lo toleran, que todo lo admiten, siempre que sea para la muy “noble” tarea de obtener el poder, el dinero o la notoriedad: los tres grandes motores de una sociedad que navega en un proceloso mar de continuos atentados, conflictos y lesiones sin cuento a los derechos fundamentales, individuales y sociales, de la persona.
 
Los sofistas nacen y se desarrollan en el terreno abonado por el relativismo y la ausencia de educación cívica. Del relativismo, que tiraniza a no pocos millones de seres humanos en todo el globo, no podemos esperar más que arbitrariedad y dominio de los fuertes sobre los débiles por la sencilla razón de que si no hay unos valores universales e iguales para todos, siempre prevalecerán unos, los de siempre, sobre el conjunto del pueblo. Sin  educación y temple cívico en los ciudadanos  lo que cabe esperar es el intento de amputar la dimensión crítica de la vida de las personas, la ausencia de valores en el comportamiento humano y, sobre todo, la formación de un tipo de ciudadano en serie, a la medida, cortado por el patrón de la sumisión y el individualismo y el consumismo insolidario.
 
En fin, tenemos por delante una apasionante tarea de lucha por conquistar todos los días las libertades y los derechos fundamentales. Un cometido cada vez más importante y cada vez más dependiente de que se diseñe un modelo educativo que apueste de verdad por potenciar y desarrollar las más nobles aspiraciones y conocimientos de la persona. Algo que irrita a unos y otros, a la izquierda manipuladora y a la derecha sin criterio. Todo con el fin de los ciudadanos sean hombres y mujeres libres, con conocimiento y perspectiva crítica. Este es el panaorama.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.