Históricamente, cuándo se producen crisis de envergadura y calado social, las versiones revolucionarias se asoman a la palestra y, desde la ruptura del orden establecido, si es que pueden aplican su modelo totalitariamente sobre la realidad. En nombre de los perjudicados por el estatus quo, que les confían ciegamente la conducción de la res pública, los miembros de tales revoluciones, como se acredita en las más rigurosas investigaciones, se enriquecieron sin cuento y manejaron el poder por largo tiempo con las consecuencias que todos conocemos. En la actualidad no hay más que mirar a los países donde todavía quedan resabios de estos movimientos para calibrar el grado de libertad y de condiciones materiales e inmateriales de vida en que se encuentran los habitantes dirigidos por semejantes dirigentes.
Es verdad, quien podrá dudarlo, que el corrupto sistema de partidos venezolanos previo al chavismo tiene buena culpa del cambio de régimen. Al igual que en Cuba, en China, o en Corea del Norte, en Venezuela, Bolivia y en Ecuador, con las matizaciones y modulaciones que se quiera, dominan sistemas populistas. Sistemas políticos que buscando teóricamente vencer a la pobreza y a la miseria, finalmente usan tales realidades para que sus dirigentes sigan en la poltrona y disfruten de las mieles del poder mientras se condena a millones de personas a una pobreza y miseria que se convierte en la excusa para la permanencia en el poder.
Los populismos, es sabido, buscan destruir la institucionalidad, los equilibrios y contrapesos, para instaurar un suerte de gobierno desde el que se dominan todos los poderes del Estado y también todos los resortes de la sociedad civil. El populismo nada quiere saber con el Estado de Derecho, que es acusado de ser un instrumento del capitalismo neoliberal que, a su vez, debe dar paso al verdadero poder del pueblo. La democracia representativa, que es la causa de todos los males según los populistas, debe, dicen, ser sustituida por la democracia directa. De esta forma el nuevo poder constituyente, siempre hay que hacer una Constitución a la medida, se encarga, hábilmente manipulado u orientado, porque no interesa una ciudadanía ilustrada, de poner y quitar a los gobernantes, legisladores y jueces. Ahí tenemos ese cuarto poder en algunos países que no es más que la “longa manus” del verdadero poder, del poder de los dirigentes, que sin rubor alguno instauran sistemas de reelección indefinida en los que no cabe prácticamente oposición alguna pues, cuándo alguien levanta la cabeza, cae sobre tal persona el tipo penal de moda: subversión para alterar el nuevo orden constitucional, gestionado y administrado por los más leales colaboradores del nuevo régimen. Ni separación de poderes, concentración de los mismos; ni principio de juridicidad, ausencia de control real; ni reconocimiento de los derechos humanos de todos, solo de los adeptos o afines, que por cierto suelen vivir opíparamente.
Es más, los populismos se preocupan tanto de los pobres y desheredados que al final precisan que se multipliquen exponencialmente para perpetuarse en el poder. Sin pobres, desvalidos o desposeídos, no hay juego y con personas cultas y formadas no es posible mantener la farsa. Por eso, los populistas adoctrinan a los habitantes a través de ese gusto por el pensamiento único, bipolar e ideológico que en época de crisis general suele caer en terreno abonado. Los ciudadanos, indignados y molestos con los actuales dirigentes, se echan en brazos de quien ofrezca alguna pizca de esperanza. Ya hemos visto lo que ha pasado en Grecia y lo que puede pasar más cerca de lo que imaginamos si la senda de las reformas reales no se instaura a gran velocidad.
Frente al inmovilismo de quienes tienen miedo, auténtico pavor, a perder la posición, y frente a quienes aspiran a pescar a rio revuelto, tenemos ante nosotros una magnífica oportunidad para acometer una profunda reforma del orden político, social, y económico. Una reforma que coloque en el centro del sistema al ser humano, el gran convidado de piedra de esta gran estafa que está echando por tierra tantos años de luchas y esfuerzos en pro de la libertad y los derechos humanos. Qué pena que quienes debieran tomar la iniciativa prefieran salvarse como sea del naufragio y cerrar los ojos a la realidad. Ellos son, sin lugar a dudas, los principales responsables de la situación. Por cierto, en este panorama, el espacio del centro sigue de palpitante y rabiosa actualidad y, por lo que se ve, huérfano y sin valedores.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
@jrodriguezarana