La crisis económica y financiera que asola el mundo occidental es, seguramente, trasunto de una crisis más honda que afecta a los fundamentos mismos del sistema democrático. Como sabemos, el Estado de Derecho trae consigo una clara idea de limitación del poder a través de la objetividad y racionalidad en su ejercicio. Del poder público por supuesto, pero también del poder económico y financiero. Por eso cuándo el poder político y el poder financiero se alían para mantenerse a como de lugar en la cúpula aparecen, tarde o temprano, los amargos frutos de la primacía de los fines sobre los medios.

En efecto, ni los partidos políticos ni las entidades financieras son fines en sí mismos. Son instrumentos al servicio de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. En concreto, los partidos, que asumen una parte relevante de la representación, no toda ni mucho menos, constituyen los canales más importantes a cuyo través se hacen presente en el espacio público las diferentes formas y maneras de entender los principales asuntos que conforman la vida social. En la democracia, que es el gobierno del pueblo, por y para pueblo, resulta, no sólo recomendable, sino obligatorio que esas instituciones se rijan como destacan todas las Constituciones políticas, por el principio de la democracia interna. Principio que implica algo tan elemental como que los militantes y simpatizantes tengan una relevancia permanente en la vida de los partidos. Sobre todo cuándo el partido aborda aspectos centrales desde la perspectiva ideológica y, desde luego, cuándo se trata de elegir al líder del partido o a los principales candidatos a cargos electos.
Por todo ello, la propuesta del PP de Madrid de cara al próximo congreso del partido solicitando que haya primarias para la elección del presidente del partido y para la elección del candidato a la presidencia del gobierno es razonable, lógica y plenamente constitucional. Al igual que para elegir el jefe del partido en la dimensión autonómica y, también, el candidato a la presidencia de la Comunidad Autónoma, o a los candidatos a la presidencia de Entes locales y a los jefes del partido en estas circunscripciones.
La ciudadanía todavía, por más que nos pese, no ha conseguido alcanzar la centralidad que le corresponde en el sistema democrático. A pesar de que el pueblo es el dueño y señor de las instituciones y de los procedimientos públicos, la intensidad formal del desarrollo de la democracia hace posible situaciones incomprensibles. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que a día de hoy todavía se confecciones las listas electorales como se confeccionan?. ¿Cómo es posible que la concentración del poder, no sólo el político, sea una realidad tan actual en el presente. La profunda crisis moral de este tiempo tiene mucho que ver con la dictadura de ese pensamiento unilateral que todo lo invade, que todo lo domina. El poder del consumismo insolidario inoculado desde las terminales mediáticas de los principales corporaciones ha conseguido, y de qué manera, que la ciudadanía se sumerja en un profundo sueño que le impide ver y contemplar la verdad de lo que pasa. Ahora, cuándo la crisis empieza a llegar a los bolsillos de la gente normal, resulta que el sueño se termina y surge la gran pregunta. ¿Por qué tenemos que ser nosotros, los ciudadanos, los que tengamos que pagar la factura de tantos años de despilfarro, de tantos créditos irracionales?.
Desde luego, a partir de ahora, las cosas ya no van a ser como antes y los miembros de las tecnoestructuras pueden ir preparándose para un tiempo convulso en el que el que pueda tendrá que dar explicaciones acerca de la forma de administrar y dirigir en estos años. ¿O nó?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es