El pluralismo auténtico se traduce en diálogo. Cuando existe diversidad social, pero no hay diálogo, propiamente no deberíamos hablar de pluralismo sino de sectarismo,  todavía demasiado frecuente por estos lares en los que se resucita  la división maniquea del cuerpo social.
Pues bien, sobre el supuesto de un pluralismo auténtico se establece el diálogo, ese lugar en el que se ponen en juego todas las condiciones que caracterizan una vida plenamente democrática: moderación, respeto mutuo, conciencia de la propia limitación, atención a la realidad y a las opiniones ajenas, actitud de escucha, etc.
 
Ahora bien, la disposición al diálogo no debe ser sólo una actitud, sino que el diálogo, como actitud socialmente generalizada, debe ser un objetivo político de primer orden. Una sociedad democrática no es tanto una sociedad que vota, ni una sociedad partidista, con ser estos elementos factores vertebradores fundamentales en una democracia. Una sociedad democrática es ante todo una sociedad en la que se habla abiertamente, en la que se hace un ejercicio público de la racionalidad, en la que las visiones del mundo y los intereses individuales y de grupo se enriquecen mutuamente mediante el intercambio dialógico.
 
El diálogo auténtico entraña un enriquecimiento de la vida social y una auténtica integración, pues el diálogo supone la transformación de la tolerancia negativa, el mero soportar o aguantar al otro, al distinto, en tolerancia positiva, que significa apreciar al otro en cuanto que no nos limitamos simplemente a existir a su lado, sino que coexistimos con él.  Por eso, el día en que asumamos que podemos aprender de los adversarios y viceversa, habremos emprendido un camino que vale la pena transitar. Y que lleva muy lejos.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana