La corrupción pública campa a sus anchas. La percepción ciudadana en algunas partes de España es altamente preocupante. Nueve de cada diez personas consultadas admiten que hay corrupción en la política. Es verdad que la corrupción, como reconoce Transparencia internacional en su último informe sobre España, no es sistémica en general, pero en la vida pública presenta tintes bien graves. El mismo Felipe VI llamó en su primer discurso de Navidad a cortar esta lacra social de raíz y sin contemplaciones. Y para eso hay que ir a sus causas, algo que a los miembros de las diferentes tecnoestructuras pone muy nerviosos pues significa el final de una situación de privilegios y prerrogativas sin cuento.
La corrupción política es una realidad, nos guste más o nos guste menos. Es una realidad que en unos países tiene más extensión y en otros menos. Normalmente, la emergencia de la corrupción pública suele ser el trasunto de la corrupción social y personal, ya que la corrupción no la cometen los entes públicos, los partidos políticos o los actos administrativos, sino las personas que representan instituciones públicas o que dictan, o dejan de dictar, actos administrativos.
Así las cosas, las causas que podemos encontrar en el trasfondo de la desnaturalización del poder público, que es en lo que esencialmente consiste la corrupción pública, son de muy diversa procedencia. Hoy, siguiendo un reciente documento del instituto internacional de estudios anticorrupción, me voy a concentrar el la existencia de una peculiar manera de entender el poder. Me refiero a la existencia y ejercicio de la versión autoritaria del poder, sea a nivel social o a nivel institucional. Esta forma de entender el poder supone que quien lo ejerce impide o dificulta la participación social y pretende, a través de él, ahormar y dominar la realidad sobre la que se proyecta su actividad. Es un poder de dominio que busca laminación del no alineado y, por supuesto, sacar el máximo partido, personal y patrimonial que se pueda. A la vez, elude cualquier control real y la rendición de cuentas, la material, no tiene cabida.
Desde la perspectiva social, el poder así ejercido es materialmente compatible con la democracia formal. En efecto, en este contexto la corrupción normalmente rompe el equilibrio y el control entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se torna en un sueño imposible. En estos casos, ni hay rendición de cuentas real, ni los ciudadanos controlan socialmente al poder. En este ambiente es posible que el poder conviva con sistemas formales de rendición de cuentas y con una participación ciudadana vertical.
El autoritarismo es una enfermedad de nuestro tiempo. El autoritarismo sibilino, revestido de buenas intenciones, es más frecuente de lo que nos imaginamos. Por una razón, porque no es fácil encontrar personas constituidas en autoridad que admitan la crítica y que busquen de verdad la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es más rentable, piensan, estar siempre en la cúpula, como sea. Claro, así nos va.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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