La persona, el ser humano, no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones públicas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida política. Aquella perspectiva desde la cual se consideraba que el ciudadano debía esperarlo todo del Estado renunciando a la iniciativa y a la responsabilidad hoy está superada. Efectivamente, la persona no puede ser un objeto sin vida al que los poderes públicos, y los tecnócratas que los representan, dan cuerda, controlan y manipulan periódica y convenientemente con el fin de la conservación del poder.
Esta afirmación realizada en los más variados tonos, y con los acentos más diversos, en situaciones políticas incluso a veces contrapuestas, tiene desde las nuevas políticas un significado propio. Afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y, por supuesto, en la solidaridad.
Se ha dicho que el progreso de la humanidad puede expresarse como una larga marcha hacia cotas cada vez más elevadas de libertad. Aunque el camino ha sido muy sinuoso –tal vez demasiado- y los tropiezos frecuentes –y a veces muy graves-, podemos admitir como principio que así ha sido. De modo que el camino de progreso es un camino hacia la libertad. Un camino hacia una libertad que cada uno de nosotros hemos de conquistar cotidianamente, tantas veces superando las mil y una expresiones de control y dependencia que los Poderes públicos colocan en el itinerario vital de los ciudadanos.
En el orden político, se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.
Las sociedades realmente libres son las sociedades de personas libres. El fundamento de una sociedad libre no se encuentra en los principios constituyentes, formales, sobre los que se asienta su estructuración política. El fundamento de una sociedad libre está en los hombres y en las mujeres libres, con aptitud real de decisión política, que son capaces de llenar cotidianamente de contenidos de libertad la vida pública de una sociedad. Ninguna tiranía será capaz de sojuzgar jamás un pueblo de mujeres y hombres auténticamente libres. Pero la libertad –en este sentido- no es un estatus, una condición lograda o establecida, sino que es una conquista moral que debe actualizarse constantemente, cotidianamente, en el esfuerzo personal de cada uno para el ejercicio de su libertad, en medio de sus propias circunstancias.
Las libertades públicas formales son un test negativo sobre la libre constitución de la sociedad. No podrá haber libertad real sin libertades formales. Pero la piedra de toque de una sociedad libre está en la capacidad real de elección de sus ciudadanos.
Afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, pues, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el estado de derecho como marco de libertades. Pero en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentre a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar –libremente- su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad solidaria depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano. Por eso, la dignidad del ser humano, y los derechos inalienables que la componen, deben ser el objetivo de la acción pública.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo