El urbanismo como ciencia social tiene una relación muy directa con la razón, con la racionalidad. En la medida en que a su través se ordena racionalmente el uso del suelo, podemos afirmar que la razón está inscrita indeleblemente en su historia y conformación. Sin embargo, en cuanto proyectamos el urbanismo sobre el Estado social y democrático de Derecho, resulta que la razón ha de completarse con la mejora de las condiciones de vida de las personas.
Es decir, el urbanismo es una ciencia social que estudia el uso del suelo desde la razón y el humanismo. En efecto, la racionalidad es un principio general que sirve de canon de actuación para el desarrollo de las políticas públicas y para el ejercicio de las potestades públicas que ayuda sobremanera, en el urbanismo especialmente, a calibrar y medir de acuerdo a cánones de objetividad y proporcionalidad , el ejercicio de las potestades discrecionales, potestades que sobrevuelan y se posan sobre el proceloso mundo del urbanismo dando lugar en ocasiones a supuestos de arbitrariedad precisamente por la huida de la racionalidad inherente a cualquier sector de las ciencias sociales en el marco de un sistema democrático.
De los principios del preámbulo de la Carta Magna, destacaría la referencia al “orden económico y social justo” y “el progreso de (…) la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”. He aquí, pues, dos marcos, dos ámbitos por los que el urbanismo debe discurrir: consideración social por un lado y, por otro, calidad de vida de las personas. Parámetros que ya nos auguran cuáles van a ser los derroteros por los que habrá de discurrir el urbanismo constitucional, el urbanismo social y, si así se puede decir, la dimensión ética del urbanismo.
En efecto, el aspecto social en el ejercicio de los derechos fundamentales en general, y en el de propiedad en particular, se deriva del preámbulo de la Constitución, de la realización de una economía que asegure a todos una digna calidad de vida. El artículo 33.1 constitucional es un buen ejemplo de ello. Como quiera que el proceso urbanizador se conecta con la economía, su funcionamiento también debe estar presidido por esta directriz constitucional de tanta relevancia como es la digna calidad de vida de los ciudadanos. De lo contrario, en uno u otro sentido terminaría prevaleciendo esa especie tan peligrosa del pensamiento único que hoy está resquebrajando todo lo que se encuentra a su paso, sea para eliminar lo individual sea para exaltarlo hasta el paroxismo. De ahí la relevancia de la búsqueda de equilibrio entre el interés general y los interés o derechos individuales.
Derivación necesaria de estos dos parámetros constitucionales es el artículo 1 de nuestra Carta Magna en el que se expresan dos de los valores superiores del ordenamiento jurídico como son la libertad y la igualdad. También, desde la perspectiva de la función constitucional de los poderes públicos, no podemos olvidar que éstos, artículo 9.2 de nuestra Ley Fundamental, tienen la obligación de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas y remover los obstáculos que impidan su plenitud, así como facilitar la participación. En el mismo sentido, el artículo 10.1 constitucional señala solemnemente que la dignidad de la persona es fundamento del orden político y de la paz social. Los poderes públicos, también en materia urbanística, han de promover las condiciones para que el uso del suelo sea un marco adecuado para el desarrollo libre y solidario de los derechos de los ciudadanos.
El urbanismo, pues, tiene un compromiso constitucional con la razón y con la mejora de las condiciones de vida de las personas. Por eso, el urbanismo constitucional ha de apoyarse sobre esa razón humana desde la que se construye ese concepto de libertad solidaria, hoy tan relevante como preterido.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana