La actual secretaria general del PP y, a la sazón, presidenta de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, acaba de hacer una propuesta que la honra. Ha dicho, nada menos, que hay demasiados diputados en la Asamblea Legislativa de su territorio y, además, por si fuera poco, que los representantes del pueblo deberían mantenerse con sus trabajos profesionales y cobrar, parece lógico, dietas o asistencias cada vez que concurran a la sede de la soberanía popular. De esta forma, se supone que quienes ostenten la condición de diputados irán al parlamento a aportar su experiencia y conocimientos, no a apretar el botón del voto o a pegarse a la silla como sea. Se trata de una iniciativa interesante que será tildada por los de siempre de, por lo menos, franquista, quizás recordando que en la dictadura muchos cargos eran honoríficos, sin retribución. Sin embargo, con tantos miles de cargos públicos como pululan por los poderes públicos y esa elefantiásica administración instrumental que hemos construido al calor de Autonomías y Ayuntamientos, parece que llegó el momento de poner coto a los excesos y buscar fórmulas para que vayan a la política quienes puedan preocuparse de verdad por el pueblo y no por la supervivencia personal.
Uno de los problemas más serios que tenemos, y que no quieren reconocer las tecnoestructuras políticas, es que hay demasiada gente viviendo del presupuesto público: miles y miles, decenas de miles, el doble que en países que por supuesto nos superan tanto en PIB como en desarrollo económico. Tal número de sujetos no es proporcional, ni mucho menos, a la calidad y rigor que se aprecia en la gestión y administración de lo público. Más bien, el presupuesto público, los fondos de la ciudadanía, se han convertido en un instrumento de dominación y de control de unas facciones sobre otras, de unos dirigentes sobre otros. Por eso hay que reducir drásticamente el número de cargos públicos, asesores y directivos de empresas, compañías, agencias, sociedades y fundaciones públicas. Porque no nos los podemos permitir y, sobre todo, porque hay que liberar fondos para políticas públicas que ayuden a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, ahora de los que peor lo están pasando, de los desfavorecidos y excluidos, que aumentan por miles en este tiempo.
La propuesta de De Cospedal debería integrarse en un programa de regeneración democrática. De lo contrario será un brindis más al sol en el concierto de tantas ocurrencias como en este tiempo se escuchan a diario. Es decir, hay que abrir las listas electorales, dar mayor participación a la militancia, escuchar en serio a las bases de los partidos. No puede ser que las cúpulas de los partidos tengan secuestradas a las formaciones, en ocasiones incluso defendiendo posiciones abiertamente contrarias a los afiliados o simpatizantes. Tenemos una gran oportunidad de democratizar nuestra democracia. Tenemos una gran oportunidad de transmitir al pueblo que el sistema político no es un instrumento del que disfrutan una serie de privilegiados y castas que se han enganchado, y de qué manera, al poder. Tenemos una gran oportunidad de abrir las ventanas y que corra el aire puro y limpio a través del que se dignifique una de las tareas más relevantes de la vida humana. Pero para eso, por favor, que los de siempre dejen paso a otros, Si no somos capaces de pasar el testigo a otras personas, el aire seguirá enrarecido, las puertas cerradas y la opacidad y la arbitrariedad seguirán presidiendo la vida de nuestras instituciones políticas. Democratizar la democracia, esa es la tarea.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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