Una de las principales características de la acción del Estado, de la misma esencia del poder público es la regulación, una actividad más amplia que la simple legislación. El Estado, bien lo sabemos, tiene como función esencial atender al bienestar integral del ser humano y, por ello, dispone de la función reguladora precisamente para promover la libertad solidaria de los ciudadanos. Esta relevante función se expresa a través del poder legislativo y del poder ejecutivo y administrativo, que son los poderes a quienes compete la actividad normativa. Actividad que debe estar subordinada al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuánto miembros de la comunidad. Y ese interés general en materia económica y financiera se encuentra en la preservación de la libertad solidaria. O, por mejor decir, en garantizar un mercado  racional, un mercado que funcione como medio, no como fin, un mercado con sensibilidad social, un mercado social, tal y como postularon en su día Von Hayek o Erhard entre otros destacados miembros de la teoría de la economía social de mercado. Es decir, la libertad económica precisa, para alcanzar su plena realización en el Estado social y democrático de derecho, de la acción de los poderes públicos. No para condicionarla sino para facilitar su razonable ejercicio. No para dirigirla, para facilitar que funcione con una autonomía racional y equilibrada.

En este marco, siguiendo a los viejos liberales europeos del siglo XIX sigue de actualidad una de sus máximas más conocidas: tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible. El mercado, pues, requiere regulación y controles, tareas que lejos de anularlo o suplantarlo, deben posibilitar su funcionamiento razonable y justo. Algo que, como ahora se sabe, fracasó con ocasión de la última crisis financiera, al confiarse ingenuamente en la autorregulación y al no preservar la independencia en las instancias estatales de regulación y control.

El Estado debe controlar, regular, supervisar y verificar determinadas actividades como la seguridad, en todas sus facetas, o la economía, que son de auténtico interés general. No se trata  que el Estado dirija o dicte las instrucciones de tales actividades. Simplemente, y no es poco, debe disponer de instituciones adecuadas para garantizar que los mercados de valores, por ejemplo, se realicen en un contexto de libertad, competencia y racionalidad. Y para ello, tales autoridades deben dedicarse a regular,  controlar y supervisar ciertas operaciones y actividades con el fin, insisto, de preservar un funcionamiento razonable, equilibrado y justo del mercado.

Hoy el derecho administrativo está más vivo que nunca. El poder político ha intentado doblegarlo para convertirlo en un simple apéndice, en algunos países con cierto éxito. El poder financiero comprobamos como ha conseguido que las autoridades reguladoras miren para otra parte o se conviertan en piezas de caza de determinados intereses financieros. Claro que es menester regular y controlar, pero regular y controlar con sentido de la racionalidad, no para apoderarse de la actividad económica y dirigirla desde esquemas de la planificación centralizada. El control y la regulación, pues, están de moda. Eso así, bajo nuevos parámetros que hagan posible esa libertad solidaria que ha sido arrasada en este tiempo por los fundamentalistas.

El gran problema es que el control y la regulación, si no son independientes, son un gran enemigo de la libertad. Si están en manos de dependientes no sirve para nada. Hoy, tenemos muchos controles, en manos de domésticos. ¿ Para qué queremos tantos controles si no hay control?. Buena pregunta

Jaime Rodríguez-Arana.  jra@udc.es