El populismo, tal y como se presenta en el tiempo en que vivimos, presenta muchas caras, muchas expresiones. Sin embargo, a pesar de las diferentes puestas en escena que ofrece, hay una serie de rasgos comunes que se refieren a la retórica empleada, al liderazgo carismático y, sobre todo, a una peculiar forma ideológica de gobernar más allá de políticas concretas. Otro rasgo que caracteriza a los populismos es su crecimiento en períodos de gran contestación social y política, en momentos en los que se pretenden construir nuevos espacios políticos dirigidos a reclamar aquellos  espacios de poder que las élites, dicen, han tomado para sí mismas, en detrimento del pueblo soberano.
En EEUU, por ejemplo, tanto Trump como Sanders son calificados de populistas porque afirman que es necesario devolver al pueblo parte del poder robado por las élites en los últimos años. Las élites para Sanders son Wall Street y las terminales del poder económico y financiero. Para Trump, son aquellos políticos dominados por lo políticamente correcto que deciden dejar fuera del debate público asuntos y cuestiones que realmente preocupan a la población.
Ordinariamente, la emergencia de los populismos tiene relación directa con la existencia de líderes que muestran una especial capacidad para conectar con la gente normal: dirigentes dotados de una sorprendente sensibilidad para comprender los problemas reales de los ciudadanos a partir de una excepcional capacidad de persuasión. Para que germine el populismo es menester que los representantes de los partidos tradicionales, a causa de su incapacidad para hablar directamente al pueblo y por su responsabilidad en la crisis y corrupción reinantes, dispongan de un menguado crédito político y social.
Casi todos los populismos actuales coinciden en su unánime clamor de democracia real. El problema aparece cuándo el populismo popular, valga la redundancia, no responde al cliché, al estereotipo diseñado por sus intelectuales de salón. En efecto, hay movimientos sociales y políticos de corte popular de donde proceden las  demandas y reclamaciones del pueblo referidas a la mejora de la democracia, al aumento de la participación, a las protestas contra las leoninas condiciones de las hipotecas o a la necesidad de que los partidos y los sindicatos se abran de verdad a la democracia. Y hay un populismo ideológico:  el que se diseña en los gabinetes de los intelectuales, aquel desde el que se pretende imponer las preferencias y gustos de esa tecnoestructura de la agitación y la propaganda que tan buenos réditos obtienen en situaciones de creciente indignación popular.
En fin, escuchar las reclamaciones del pueblo tal y como son  es lo que deben hacer los políticos, de la etiqueta que sean. Y, hacerlas reales, es el desafío de los políticos democráticos. Aprovechar, sin embargo, las ansias de mayor justicia y sensibilidad social para poner patas arriba instituciones sociales arraigadas en la sociedad  sin ni siquiera consultar con el pueblo, tal y como se está haciendo, a veces incluso en sistemas políticos no populistas, es un fraude, una estafa  y un engaño de colosales dimensiones que, en buena medida, sirve de antesala al populismo.
El populismo es un fenómeno que hay que estudiar con rigor, en especial la categoría y magnitud de las reclamaciones que realmente proceden del pueblo, no de esas minorías tecnoestructurales adiestradas en el dominio y la manipulación social, obsesas de los moldes y clichés prefabricados, que usan al pueblo para sus juegos de poder
Como dice el historiador canadiense Larry Gambone, el mundo de los intelectuales no es el mundo de la gran mayoría (…). El pueblo llano no comparte su visión racionalista, nihilista, sin raíces, sin tradición, ni tampoco su estilo de vida. Por eso lo que es impopular no es lo que decretan las élites desde sus despachos en los centros de la intelectualidad, sino lo que el pueblo mayoritariamente considera como tal.
En fin, el populismo que resurge en este tiempo tiene una componente reivindicativa que se debe analizar a fondo. No sólo para evitar que quienes aspiran a canalizar tales reclamaciones terminen utilizándolas en su propio beneficio, sino para que alimenten las decisiones del parlamento, de los gobernantes y de los jueces pues si la democracia es de verdad el gobierno del pueblo, por y para el pueblo, pienso que hoy tenemos que buscar las técnicas, las instituciones y los procedimientos que permitan que en el corazón de las decisiones públicas, y también de las privadas, este presente, cada vez con más fuerza e intensidad,  la centralidad de la dignidad del ser humano y todos y cada uno de sus derechos fundamentales. Casi nada.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana