El principio de subsidiariedad, como es bien sabido, limita considerablemente la operatividad del poder estatal y responsabiliza a las personas en el cumplimiento e sus fines vitales y sociales. Como principio superior filosófico-social, señaló Messner, tiene tres importantes corolarios. Primero: un sistema social es tanto más perfecto cuanto menos impida a los individuos la consecución de sus propios intereses. Segundo: un sistema social es tanto más valioso cuanto más se utilice la técnica de la descentralización del poder y la autonomía de las comunidades más cercanas a los ciudadanos. Tercero, y muy importante, un sistema social será más eficaz cuanto menos acuda a las leyes  y más a la acción de fomento y a los estímulos para alcanzar el bien común. El libre y solidario desarrollo de la persona, en un contexto de bien común, es un dato capital.

Por eso, el principio de subsidiariedad supone tanta libertad como sea posible y tanta intervención estatal como sea imprescindible. En realidad, como sabemos, el ideal del orden social se orienta hacia la mayor libertad posible en un marco de mínima regulación estatal. Los pueblos que han tenido más leyes no es que hayan sido los más felices comenta Messner. Sin embargo,  hoy por hoy existe una fuerte convicción, tan errada como irreal, en que el progreso social depende de la intervención estatal. La cuestión es reducir la intervención a  ese marco de ayuda ínsito en la idea del bien común, porque no se puede olvidar que la gran paradoja, y tremendo fracaso del Estado del Bienestar, ha sido pensar que la intervención directa producía automáticamente mayor bienestar general.

La fórmula es, más bien, la que parte de la subsidiariedad: cuanto más se apoye a la persona y a las comunidades más cercanas en que se integra, se fomentará la competencia y la responsabilidad y el conjunto tendrá una mayor autonomía. Porque no se puede olvidar que el principio de subsidiariedad protege los derechos de las personas y de las pequeñas comunidades frente a un Estado que, históricamente, ha cedido a la sutil tentación de aumentar considerablemente su poder. Pero lo más importante, independientemente de la fuerza evidente de este principio básico de la Ética política, es que el bien común se alcanza más fácilmente si los propios individuos y las pequeñas comunidades, como enseña Messner viven y se desarrollan en un contexto de responsabilidad e ilusión por conseguir sus fines existenciales.

 Es evidente que el modelo del Estado de bienestar, tal y como esta concebido actualmente, en su dimensión estática, esta agotado. Sus estructuras están sobrecargadas porque ha pretendido hacerlo todo. Por otra parte, su rigidez burocrática le ha hecho perder contacto con las fuentes que le proporcionarían vitalidad, entre ellas la familia. Y, fundamentalmente, este modelo de Estado ha caído presa, como un instrumento más, del poder político en unos casos y del poder financiero en otros. El poder político se ha apropiado de sus instituciones y ha convertido lo que es la principal acción de fomento, la subvención, en la principal fuente de control social.

En efecto, el ansia de control y manipulación social creció y creció así igualmente, con la misma intensidad y frenesí, se ampliaron los programas y planes de ayudas y subsidios hasta que la caja de todos se quedó vacía. Y, por otra parte, el poder financiero consiguió, a través del tráfico de influencias y del “buen” hacer de don dinero, captar o, mejor, capturar no pocas veces las instituciones reguladoras que en lugar de ser entidades independientes o neutrales, como las denomina la doctrina, se han convertido  en ocasiones en cómplices de tantos desaguisados financieros como hemos visto en estos años.

Tenemos, pues, que buscar otras fórmulas. La ideología cerrada ya sabemos adónde nos conduce. Por qué, entonces, no atreverse a ensayar nuevas fórmulas, que seguro que existen, que partan de democratizar la democracia, de desestatizar el Estado y de liberar la libertad?.

Jaime Rodríguez-Arana

@jroriguezarana