Una de las consignas más repetidas y cacareadas acerca de la reforma del gobierno y de la administración pública se refiere, como es bien conocido, al gobierno en red, al gobierno abierto, al gobierno y a la administración transparente. Es verdad que todavía, a pesar de los pesares, el pesado aparato público ahoga a no pocos ciudadanos y asfixia las legítimas aspiraciones de tantas personas que chocan, una y otra vez, contra la muralla de la indiferencia que en ocasiones presentan las distintas administraciones públicas. Por eso, entre otras razones, desde hace algún tiempo, se nos habla y se nos pontifica, a menudo desde el dogma y la prepotencia, acerca de las bondades de la proyección de las nuevas tecnologías en el gobierno y la administración pública.
En casi todos los países desarrollados se han acometido, con distinta suerte, procesos de implantación de las nuevas tecnologías al amparo de la reforma o modernización del sector público de turno. Se han gastado millones y millones de euros en esta tarea y la verdad es que los resultados están a la vista. Hay oficinas que funcionan mejor, que son más transparentes, y hay oficinas que se han convertido a la oscuridad y a la penumbra. Por ejemplo, todavía está pendiente la tan necesaria, como reoterada, intercomunicación de los registros de las oficinas de información de los distintos niveles administrativos de forma que cualquier vecino desde su Ayuntamiento pueda efectivamente resolver los trámites ante cualquier gobierno, sea local, autonómico o nacional.
La cuestión más relevante es la del modelo. Mientras no esté claro el modelo y, por ello, las funciones encomendadas a cada administración pública, el uso de las nuevas tecnologías, sin pretenderlo, puede, y de qué manera, ahondar en la descoordinación, en la confusión y en el eterno peregrinaje administrativo en que acaba convirtiéndose cualquier gestión o trámite que se pretenda realizar en cualquier oficina del aparato público. Ahora que estamos sumidos en una crisis económica y financiera, parece que sin precedentes, es momento de definir el modelo. Después, desde la transparencia, es más sencillo implementar un sistema de administración pública abierta, accesible a los ciudadanos.
Otra cuestión, sin embargo, es previa a la implantación coherente y razonable de un sistema de gobierno y administración pública en red. Me refiero a un tema cultural todavía, en alguna medida, pendiente: la centralidad de los usuarios de los servicios públicos y de interés general. Mientras la persona concreta no disponga del grado de conciencia cívica necesaria para asumir su papel de protagonista en el sistema gubernamental y administrativo, poco o nada podremos hacer. Como todo proceso cultural, ni se puede imponer ni aparece por generación espontánea. Requiere de un compromiso educativo y cultural serio y mantenido en el tiempo. Requiere de confianza en un sistema político que no goza precisamente de gran prestigio. Y, sobre todo, se requiere que el personal al servicio de la administración pública asuma como propia la convicción de que el dueño de los intereses generales, de que el soberano de procedimientos e instituciones públicas, ni es ni el alto cargo ni el jefe del partido, sino la persona, el ciudadano de carne y hueso.
Por tanto, el debate sobre la eficacia y la eficiencia de la administración a través de las nuevas tecnologías es un debate importante que debe ir precedido, sin embargo, del debate acerca de la funcionalidad del aparato público en relación con los ciudadanos. Debate que nos acerca al gran problema de la administración en este tiempo: la ampliación de los espacios de discrecionalidad y las conexiones, demasiado frecuentes, entre política y administración pública. Mientras no estén claros los derechos, y los deberes, de los ciudadanos en relación con la Administración, el problema de la eficacia y la eficiencia hasta puede ser superfluo. Porque, de lo contrario, las nuevas tecnologías, que constituyen un magnífico avance en todos los sentidos, hasta se podrían convertir en peligrosos aliados de quien toma el gobierno y la administración pública para dominar a la sociedad o transformarla en una manada de ovejas dóciles y sumisas al poder único que crece y crece sin parar.
Por tanto, nuevas tecnologías, sí, gobierno y administración abierta, también, pero al servicio de la ciudadanía, sólo de la ciudadanía.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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