El presidente de Transparencia Internacional (TI) en España, Jesús Lizcano, acaba de reclamar, en línea con las principales reivindicaciones planteadas no hace mucho por el ministerio fiscal, mejorar la legislación anticorrupción para luchar de forma contundente contra esta terrible plaga, guste más o menos,  que también en nuestro país domina la vida política, económica y social: la corrupción.
En este sentido, el número uno de TI en España pidió que se reduzca el número de aforados  así como la cantidad de indultos que se conceden por el consejo de ministros. El número de aforados en España es fiel reflejo del inefable crecimiento de políticos y altos cargos producido durante la emergencia y consolidación del Estado autonómico. Cualquier dirigente autonómico que se precie aspira a coche oficial, escolta, gabinete político, gabinete de prensa y, por supuesto, no podía faltar, aforamiento especial ante el Tribunal Supremo de Justicia de la Comunidad Autónoma correspondiente.
Por otra parte, si se estudia el uso del indulto en España, nada diferente por cierto del de otras latitudes, se comprenderá hasta qué punto ciertos delitos cometidos por ciertas personas pueden ser levantados por aquellos a quienes  el tiempo, quien lo sabe, podría colocar en situaciones parecidas o semejantes. En todo caso, el colmo de los colmos es que se indulten delitos de corrupción.
En este orden de cuestiones, fiscalía y el presidente de TI en España solicitan también una legislación que de verdad proteja a los testigos, de forma y manera que asumir tal condición no suponga ingresar a un mundo de represalias continuas.
La corrupción, de ser cierto un informe de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, nos cuesta  40.000 millones de euros a los españoles. Una cantidad de dinero nada desdeñable que podría destinarse a  determinadas políticas sociales tan necesarias en estos momentos. Es verdad que se han adoptado algunas iniciativas bien encaminadas pero el pueblo español precisa de un gran acuerdo de todos los partidos políticos en el que por fin se sienten las bases de la estructura democrática de las formaciones, en el que la militancia asuma el papel que le corresponde en las principales decisiones de los partidos, en el que se asuman compromisos de consulta a la población cuándo no se van a cumplir los compromisos asumidos, en el que los cargos de las instituciones den cuenta de su gestión y administración también al interior de las formaciones que los han promovido, en el que las circunscripciones cuenten con instalaciones para que los electores puedan plantear sus reclamaciones a los electos. En fin, un pacto en el que se envíe un mensaje nítido a la ciudadanía de que  los políticos va a estar más controlados por quienes son los legítimos dueños, señores y soberanos de la democracia. Quienes, de una u otra forma se han apoderado de lo que es de titularidad ciudadano deben empezar a ser más conscientes, también psicológicamente, de la posición que ocupan. Ya va siendo hora.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es