Transparencia internacional acaba de publicar el índice de percepción de la corrupción. España sigue estancada en el lugar 30 de un total de 174 países. Quines conocen el tema alertan acerca de problemas en el acceso a la información pública, ambigüedad y opacidad en el espacio urbanístico así como importantes lagunas en la formación de los políticos y altos administradores.
Como es sabido, en este año Transparencia Internacional puso en marcha una nueva iniciativa para mejorar la lucha contra la corrupción. Se trata de un decálogo de principios a favor de la ética y contra la corrupción en el mundo empresarial. Un mundo en el que también hay corrupción, y no poca tal y como se comprueba a diario en la prensa internacional, precisamente en el marco de la aguda crisis financiera y económica que estamos sufriendo, especialmente en el llamado mundo occidental.
Efectivamente, los casos de sueldos astronómicos de directivos de instituciones financieras intervenidas total o parcialmente, las estafas, los engaños, las maquinaciones en las cuentas y en los balances, la simulación o la especulación en grado sumo, constituyen conductas que deben prevenirse y, cuándo se cometen, reprimirse a través de las sanciones o penas a que den lugar.
En un contexto en que el dinero y el poder, el poder y el dinero, se han convertido en dos grandes irresistibles atractivos para tantas personas, es lógico que se cultive un ambiente, en la cultura y en la educación, en el que la mesura, la moderación y, desde el luego, el castigo de los comportamientos inapropiados, sea quien sea quien los cometa, se promuevan sin descanso. La corrupción en el sector público se produce porque entre el político o el funcionario y el empresario, o sus emisarios, hay una relación que consiste en solicitar, en ofrecer o en acordar que ciertas actividades se realicen de forma interesada, normalmente por un precio, sea este de la naturaleza que sea. La corrupción en el sector privado, que también existe y que parece que se ha incrementado en estos tiempos, preocupa a Trasparencia Internacional. El resultado de esa preocupación es la promulgación de un decálogo anticorrupción dirigido al sector privado.
En un artículo de estas características no podemos comentar uno a uno cada uno de los principios porque nos iríamos del espacio previsto. Baste señalar, por ejemplo, que el cumplimiento de las recomendaciones de los principios del buen gobierno corporativo y de la responsabilidad social es, desde luego, una exigencia necesaria. El problema reside en que en no pocas ocasiones esos incumplimientos, ni están sancionados, ni existen instancias ante las que se puedan presentar denuncias. En el mismo sentido, está muy bien, quien podrá negarlo, que se obligue a que cada empresa publique un código ético. Publicación que debe contener, expuesto en un lugar público de la empresa, las obligaciones de todos: directivos, trabajadores, clientes, usuarios, proveedores, así como el sistema de denuncias confidenciales ante un órgano externo a la empresa que pueda conocer y resolver los posibles abusos. Si el sistema de denuncias no es confidencial o su conocimiento no se residencia en personas ajenas a la empresa, su éxito será bien escaso.
También debe juzgarse positivo, solo faltaría, que se informe públicamente de la evaluación de los trabajadores, de los directivos, de los sueldos de todo el personal, de los recursos presentados contra la compañía, de los cursos de formación para el personal, de las actividades subvencionadas recibidas y de los contratos suscritos y su régimen de adjudicación. Igualmente, deberían constar a la vista de todos los objetivos de la empresa para el año en curso y su grado de cumplimiento.
Cuanta más trasparencia mejor. Cuanta más opacidad peor. Que se publiquen periódicamente estos indicadores me parece que, al igual que en el sector público, fortalece y justifica la actividad que se realiza. Ahora, en un tiempo en que salen a la luz escándalos de todo tipo, es menester vigilar, observar y reaccionar cuándo sea preciso para evitar que lamentables sucesos de estafas, engaños, cohechos o prevaricaciones que están en la mente de todos los lectores se puedan repetir. Que así sea será la consecuencia, no sólo de códigos y principios, sino del convencimiento y el compromiso de todos: directivos, accionistas, trabajadores, académicos, periodistas… Es más, a veces la excesiva codificación, la diarrea normativa, lo que hacen es complicar en demasía las cosas dificultando la identificación de la causa de tanto destino y tropelía. ¿O no?
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
La página web de Jaime Rodríguez - Arana utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.
Asimismo puedes consultar toda la información relativa a nuestra política de cookies AQUÍ y sobre nuestra política de privacidad AQUÍ.