El constante ascenso de la deuda pública en los últimos tiempos es, desde luego, un gran problema. No sólo porque vamos a dejar una deuda para las futuras generaciones del 100% del PIB, sino porque el recurso permanente a la deuda como fórmula de gestión de las políticas públicas constituye una lesión irreversible del sacrosanto principio de la solidaridad social intergeneracional. Es más, la gran paradoja, la gran contradicción que encierra esta forma de atender los asuntos del interés general es que se empeoran las condiciones de vida de las futuras generaciones bajo la bandera del llamado Estado de bienestar. Todo con tal de mantener unas estructuras y un sistema público caduco que relama a las claras un nuevo modelo.
En el mes de enero la deuda pública creció a un ritmo de 602 millones de euros diarios, 18.677 millones de euros, alcanzando el 97.7% del PIB. Es decir, para cancelarla haría falta que cada español abonara la friolera de 21.000 euros. La explicación oficial es que era necesario hacer frente al pago del plan de proveedores por el que el Estado adelanta a Comunidades y Entes locales el dinero para poder pagar a los proveedores.
Desde 2008, al inicio de la crisis, la deuda no ha parado de crecer habiéndose duplicado desde entonces. Hemos pasado de 436.984 millones de euros en 2008 a 979.316 en enero de este año. El principal montante de tal cantidad de dinero está colocado a valores a medio y largo plazo: 689.095 millones, 91.463 millones de euros más que en enero de 2013.
Es decir, la parte más importante de la deuda se saldará más tarde que pronto, lo que certifica que efectivamente serán las futuras generaciones las que, sin comerlo y sin beberlo, deberán sufrir las consecuencias de estas decisiones que en nada, o en poco, afectan a sus principales protagonistas.
Mientras la deuda pública sube a un ritmo desproporcionado, los salarios de la mayoría descienden, los impuestos suben y, sin embargo, la recaudación no da los resultados necesarios para equilibrar de alguna manera las cuentas públicas. Obviamente, hay que seguir abonando las pensiones y las crecientes prestaciones por desempleo. Mientras, se dan tímidos pasos en orden al imprescindible ajuste estructural de las organizaciones públicas en los diferentes niveles de gobierno y siguen pululando por gabinetes y demás pesebres miles y miles de afines cuyo único mérito es pertenecer a tal o cual formación partidaria.
El problema de la deuda, tal y como está en este momento, revela la profunda insensibilidad de nuestros dirigentes en relación con los que vendrán, con las futuras generaciones, que van a recibir un legado bien sombrío e inquietante. Tal forma de entender las decisiones públicas es, por otra parte, una manifestación de la honda crisis moral que vivimos en este tiempo y que se concreta también en atender, única y exclusivamente, hoy y ahora, a lo que sea mejor para seguir encaramado a la cúpula. Lo demás, y los demás, eso es otro cantar, que lo arregle el que esté en cada momento.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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