El espectáculo que Europa está ofreciendo al mundo en los últimos años es digno de reflexión  y de comentario. No sólo porque la tragedia griega ayuda, y de qué manera, a afianzar la idea de que el viejo continente se ha convertido en un gran mercado en el que todo se resuelve entre acreedores y deudores, sino porque, por lo que vamos sabiendo, la forma y manera en que se ha desarrollado en Grecia el Estado de bienestar produce un bochorno creciente. Jubilaciones a los cincuenta años, nóminas infladas de empleados públicos y toda suerte de fraudes y engaños a los Poderes públicos para recibir pingues subvenciones o subsidios, han caracterizado un sombrío panorama que ha terminado, era lógico, por explotar.
Europa, el viejo y enfermo continente, debiera tomar conciencia de sus males y reaccionar.  Por un lado, tenemos una población envejecida y reducida y, por otro, crece y crece sin parar la desafección y la desconfianza de los ciudadanos de la Unión en relación con las instituciones y quienes las dirigen. Es más, no pocos europeos, según muestran encuestas que apuntan al déficit democrático de la UE,  consideran distantes a las instituciones de los ciudadanos, ocupadas preferentemente en diseñar reglas y normas tecnoestructurales en lugar de atender las necesidades reales de las personas y las naciones.
Los grandes ideales que fermentaron la civilización europea: el derecho, el pensamiento y la solidaridad, han sido apagados por la llama de la burocracia todopoderosa de las instituciones y de los técnicos que las habitan. Vivimos en un continente cansado, incapaz y sin temple moral para hacer de la dignidad del ser humano el centro del orden social, político y económico. En lugar de enarbolar la bandera de los derechos humanos, que en otro tiempo permitieron a Europa estar en la vanguardia del progreso y del desarrollo, hoy constatamos cómo el supremo poder del mercado consigue hasta  traficar con aspectos indisponible de la dignidad humana que están en la mente de todos.
En este punto, conviene hacer una matización en relación con el tipo de derechos humanos que se despachan hoy en Europa. Por cierto, mientras que los derechos fundamentales de corte individualista, especialmente los relacionados con lo económico y patrimonial, son exaltados hasta el paroxismo, brillan por su ausencia los der orden social. Sin embargo, la categoría de los derechos fundamentales es única,  por lo que deben reconocerse las exigencias personales que se derivan de la dignidad humana y también, hoy sobre todo, las sociales.
En efecto, bajo la sublimación de los derechos de orden individualista se encuentra una determinada concepción del ser humano que en nada se reconoce con las señas de identidad de la civilización europea. La historia europea nos enseña que la persona humana alberga una dimensión social y antropológica que va más allá de la consideración únicamente individual. Y, sobre todo, la civilización europea muestra a las claras que el derecho y el deber son las dos caras de la misma moneda. Los derechos y los deberes humanos forman parte de la misma realidad, como la libertad y la solidaridad son inescindibles elementos de la persona.
En este contexto, surgen amargos y lamentables  episodios de insolidaridad y de miseria que hoy empiezan a dejarse ver en no pocas ciudades a lo largo y ancho del viejo continente. Ahí está la soledad de muchas personas mayores abandonadas a su suerte, a veces en caros establecimientos geriátricos sin atención familiar. Ahí están tantos y tantos niños  que no moran con sus padres a causa de la promoción de la inestabilidad que hoy se practica en Europa. Ahí están los inmigrantes que vienen de África en busca de un mundo mejor y que suelen encontrar no pocos espacios de explotación y alienación. Ahí están tantos enfermos terminales a los que se les practican sedaciones sin cuento, en ocasiones incluso sin contar con la voluntad de los interesados. Ahí están los cientos de miles embriones a los que no se deja convertir en personas. Ahí están los millones de desempleados, especialmente los más jóvenes, en algunos países como el nuestro con unos registros de paro inaceptables.
Y mientras, el populismo crece alimentado por los adoradores del dios mercado y por políticos que se atrincheran en su posición ciegos a las reformas que reclama mayoritariamente la sociedad. El caldo de cultivo es propicio para los neomarxistas, que lo están aprovechando muy bien construyendo y diseñando esa verdad susceptible de amoldarse a lo que interese para derribar las estructuras de injusticia. En fin, Europa precisa reconocer la situación en la que se encuentra y empezar, desde la autocrítica, a colocar de nuevo, con fuerza, compromiso y determinación, a la dignidad del ser humano como centro y raíz de una nueva forma de estar y hacer política, como una nueva forma de comprender y realizar el mercado. Nada más y nada menos.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana