Una de las notas que caracterizan la gestión pública y privada del presente es una mentalidad que, en nombre del principio de precaución conduce a actitudes y comportamientos en los que se trata de no correr ningún riesgo. Esta corriente está inspirada en las preocupaciones medioambientales y ha ido poco a poco dominando la gestión de todo el espacio público, desde la sanidad a la alimentación, desde la banca al conjunto de las profesiones financieras, desde el derecho urbanístico al consumo. Incluso la manera de dirigir y gestionar las instituciones públicas adolece en nuestros días de este peculiar estilo, lo que lleva siempre a descargar la responsabilidad, ahora según parece, o en los adversarios o en los científicos, según convenga. Todo al servicio de la excelencia se haga lo que haga, se deje de hacer lo que se deje de hacer. El cálculo, la ambigüedad deliberada, el distanciamiento artificial, el miedo al compromiso, son algunas de las características que adornan el retrato robot del dirigente a imitar, aquel que siempre se las arregla astutamente para permanecer en la cúpula.
 
Esta sintomatología es la consecuencia del miedo a la libertad, del miedo a la responsabilidad que hoy, guste o no, está bien presente en las actitudes y comportamientos de los nuevos gestores y dirigentes.  En efecto, hoy nos encontramos ante una tecnoestructura empeñada en el control de las cuestiones de ordinaria administración. Esta tarea supone igualmente una nueva lógica de dominación y servidumbre a partir de la proliferación de un conjunto de reglas y prohibiciones que la tecnocracia dicta desde el vértice bajo la rúbrica de la tranquilidad general y la paz social. Si resulta que estas nuevas prohibiciones violan determinadas libertades públicas, se argumentará que hoy la seguridad ciudadana demanda nuevas respuestas.
 
En este ambiente de cálculo, de gestión unilateral del riesgo, la sociedad se transforma en un búnker protegido por identificaciones, códigos de acceso, cámaras de vigilancia, sistemas de alarma, radares, cacheos. Así, poco a poco, se va creando un caldo de cultivo en el que la nueva nomenclatura va adormeciendo la conciencia crítica de los ciudadanos que terminan por permanecer en un cómodo anonimato tal y como hemos visto que ha acontecido, y todavía acontece, en esta pandemia.
 
Desde estos postulados se combate la iniciativa, se condena al aislamiento al que se mueve, se ironiza sobre los peligros de las ideas propias y, en fin, se inocula la sospecha a priori de todo ejercicio no controlado porque es un factor de riesgo que va contra la necesaria evolución y respiración que toda la sociedad necesita. En este ambiente, la asunción de riesgos va acompañada de tantas regulaciones de la responsabilidad que lo mejor es no hacer nada, absolutamente nada. Al final, quien se inhibe, es curioso, suele ser mejor considerado que el que se atreve a poner en marcha nuevas ideas y proyectos, que acaba convirtiéndose en un ser perturbador en la medida que puede introducir riesgos en la comunidad.
 
La exaltación del riesgo, la ideología del riesgo yugula la libertad, la iniciativa y nos lleva al infantilismo y a la despersonalización del ciudadano y de la vida social. Hoy lo comprobamos perfectamente en un ambiente pronto al totalitarismo, en el que el disidente es calificado de fascista y las libertades consideradas expresiones de una burguesía corrupta.
 
Para terminar, una cita de Tocqueville de “La democracia en América” cuya meditación hoy me parece que más actual que nunca:
 
“El soberano extiende sus brazos sobre toda la sociedad. Cubre su superficie de una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuáles los espíritus más originales y fuertes no sabrían abrirse camino para sobresalir entre la multitud; no quebranta las voluntades, sino que se opone sin cesar a que actúen…”
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana